Hay tres clases de actores: Los primeros, mientras están cantando una canción o interpretando una danza, se hacen el amor a sí mismos. Los segundos, mientras están realizando la representación, hacen el amor a la audiencia. Los terceros, mientras están en el escenario, hacen el amor a la canción, a la danza, al drama mismo.
Por supuesto, no es difícil discernir quién es el mejor actor. Aquél que hace el amor a la canción, desde luego, es el que mejor honra la canción y arranca energía de algún sitio más profundo. Y hace esto entrando y canalizando la energía de la canción más bien que entrando y canalizando su propia energía o la energía de la audiencia. Lo que hace un buen artista -sea cantante, escritor, pintor, danzante, artesano, carpintero o jardinero- es conectar con las energías profundas que hay en el corazón de las cosas y sacarlas para crear algo que sea de Dios, esto es, algo que sea único, verdadero, bueno, bello. Al fin -y esto es verdad de todas buenas obras de arte y todas buenas representaciones- la creatividad no es acerca de la persona que hace la creación. Es sobre la unidad, verdad, bondad y belleza.
Esto resulta verdad para toda creatividad y arte, y resulta verdadero también para toda buena enseñanza, catequesis, predicación y evangelización. Después de todo, tiene que ser sobre la unidad, bondad, belleza y Dios, no sobre uno mismo o su audiencia.
Esto es importante por muchas razones. No la menor entre esas razones es el hecho de que muchos de nosotros dudamos de expresar nuestra creatividad por el temor de ser demasiado amateurs y demasiado torpes para lograr cierta calidad. Y así, no escribimos poesía, ni componemos música, ni creamos novelas, ni pintamos cuadros, ni esculpimos figuras, ni empezamos danza, ni trabajamos carpintería, ni cultivamos flores, ni cuidamos el jardín porque tememos que lo que produzcamos será demasiado no-profesional para sobresalir de alguna manera, o para lograr cierta calidad de modo que pueda ser publicado o expuesto públicamente como para recibir reconocimiento y honor. Y así, por lo general, callamos y escondemos nuestros talentos creativos porque no podemos hacer lo que hacen los grandes. Nos castigamos pensando así: “Si nadie lo va a publicar, no tiene sentido escribir. Si nadie lo va a comprar, no tiene sentido pintarlo. Si nadie lo va a admirar, no tiene sentido hacerlo”.
Pero esa es la idea equivocada de la creatividad. Nos proponen crear cosas, no porque podamos lograr publicarlas y recibir honor y dinero por ellas. Nos proponen crear cosas porque la creatividad, de todo tipo, nos introduce en un profundo centro de energía en el corazón de las cosas. En la creatividad, nos asociamos a la energía de Dios y ayudamos a canalizar las cualidades trascendentales de Dios: unidad, verdad, bondad, belleza. Por último, no es importante que lo que hacemos sea reconocido públicamente, sea publicado o nos haga conseguir un premio monetario. La creatividad es su propio premio. Cuando tú actúas como Dios, logras sentirte como Dios, o, al menos, logras sentir una admirable energía divina.
Por otra parte, la energía que sentimos en la creatividad -no importa qué amateur y privado sea el esfuerzo- ayuda a calmar los fuegos de la envidia y hostilidad dentro de nosotros. Por ejemplo, Michael Ondaatje, el autor de “El paciente inglés”, en una reciente novela, “El fantasma de Anil”, lo pone de esta manera: describe a un artista, Ananda, que acaba de restaurar una estatua. Finalizando su trabajo, Ananda, mira con cierto orgullo y satisfacción lo que acaba de hacer y, aun sin creerlo, se llena de energía divina: “Como artífice entonces no celebró la grandeza de una fe. Pero sabía que, si no permanecía como artífice, se volvería demonio. La guerra a su alrededor era para hacerla con demonios”. La envidia y la hostilidad tienen que ver con la creatividad frustrada. Si no estamos creando algo, estamos haciendo algún daño. Si no somos creativos, pronto nos volvemos amargos. Así pues, ¿cómo nos volvemos creativos?
El poeta William Stafford, compartiendo algo que él se hizo en una base diaria, solía dar a sus estudiantes este desafío: “Levántate cada mañana y, antes de que hagas nada, escribe un poema”. No pocas veces, los estudiantes protestaban: “¿Cómo puedes hacer eso? Una persona no puede ser siempre creativa”. Y Stafford respondía: “Rebaja tu nivel”.
¡Tenía razón! No deberíamos amordazar nuestras energías creativas porque no nos sentimos particularmente inspirados, o porque no nos tomamos con seriedad nuestros esfuerzos, o porque no podemos conseguir que alguien publique nuestra obra, o porque lo que producimos parece amateur o de segunda categoría en comparación con lo que hacen los profesionales. No escribimos, ni componemos música, ni pintamos, ni danzamos, ni trabajamos oficios, ni nos ejercitamos en carpintería, ni cultivamos el jardín para tener publicados nuestros esfuerzos y ser admirados por la crítica. Lo hacemos por nuestras almas, para entrar en una danza divina, para conectarnos al corazón de las cosas.
A veces, nosotros somos incapaces de salvar al mundo, pero podemos salvar nuestra propia sensatez y ayudar a traer a Dios al mundo educando nuestras propias almas.