El verdadero pobre.

    La palabra pobreza es una de las más cargadas de sentido en toda la revelación. Aunque, a decir verdad, la Biblia no habla propiamente de la pobreza, sino de los pobres. Porque al hombre bíblico le cautiva y apasiona lo concreto y lo sensible: los hechos y las personas que encarnan y expresan un concreto ‘ideal’ o que viven una determinada situación. Y habla de los pobres con marcada insistencia, ya que los menciona unas 250 veces en el Antiguo Testamento, tantas como en el Nuevo aparece la palabra discípulo. (¿No es ya curiosa y significativa esta simple coincidencia?). Podría incluso decirse que la pobreza -el pobre- es un tema fundamental de continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento y, quizás, la línea más pura y genuina de su espiritualidad.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Ahora bien, a lo largo de toda la Biblia se advierte una lenta y progresiva evolución en el concepto de pobreza, es decir, en el modo de enjuiciar y de considerar al pobre. Una misma palabra no siempre tiene el mismo significado. Y palabras distintas, a veces, expresan idéntico contenido. Este vocabulario va adquiriendo, progresivamente, un eco religioso y espiritual. Los mismos términos van cargándose de contenido teológico y van pasando de un plano socioeconómico a un plano espiritual, hasta expresar una actitud de alma, un comportamiento moral. La palabra pobreza -pobre– ya no expresa tanto un estado económico, como un estado espiritual: una disposición interior que compromete toda la vida. Es una actitud de vida. Es un estilo, un modo de ser y de actuar. Se podría decir, en este sentido, que es una virtud cardinal, ya que es un modo de ser de todas las virtudes. Es sencillez, o sea, ausencia de doblez, sinceridad profunda ante sí mismo, ante Dios y ante los hombres, es decir, una verdadera espiritualidad.

    Por oposición al rico -en sentido bíblico-, que se apoya en sí mismo, en sus recursos materiales, en su experiencia, en su astucia o en sus méritos frente a Dios, el pobre es consciente de su radical indigencia, reconoce que no puede alegar mérito propio ni apoyarse en sí mismo. Por eso, confía su causa a Dios y se abandona a su misericordia. El dolor, la pobreza real y la injusticia de los hombres le han hecho comprender que sólo Dios es recurso definitivo y total. Ha aprendido, por propia experiencia, que todo es transitorio y que nada ofrece al hombre una seguridad, sin riesgos, fuera de Dios.

    Frente al soberbio -al rico, en sentido bíblico- que confía en sí, que se apoya en sí mismo y en sus bienes, que se engríe en su corazón y piensa que con sus riquezas todo lo puede conseguir, el pobre es el humilde confiado en Dios. Pobreza, entonces, significa el estado de un alma que confía y se confía a Dios, no sólo a pesar de su propia debilidad e indigencia, sino apoyado precisamente en esa misma debilidad. Por eso, es humilde e inclinado a perdonar a los demás. Es comprensivo. No conoce el desdén, la ironía o cualquier otra forma de desprecio. Tampoco conoce la indiferencia hacia los demás.

    La pobreza viene a ser, de este modo, la mejor definición de la esperanza cristiana y de la infancia espiritual. La Santísima Virgen, en su Magnificat, que es el canto del pobre, en sentido religioso, eleva al máximo el tono de esta espiritualidad. Es, así, el lazo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y Jesús -el Pobre de Yahwé- en su vida y en su palabra será el modelo supremo y el maestro de esta espiritualidad. La pobreza se ha convertido, así, en la línea más honda de continuidad entre ambos Testamentos. En otros términos, diremos que la espiritualidad de la pobreza es la espiritualidad de la infancia, del completo abandono, de la confianza sin límites, de la fe inquebrantable en el amor gratuito y personal de Dios, de la esperanza abierta.

    El pobre, desde una fuerte experiencia de su propia debilidad e indigencia, se abre a Dios y a él se lanza confiadamente. Sabe que no le queda más recurso que orar. Se opone al soberbio -al rico, n sentido bíblico- que confía y se apoya en sí mismo, en su salud, en su ingenio, en su comportamiento moral -en sus méritos o virtudes-, o en sus riquezas, y que prescinde de Dios y no espera de él la salvación. Se ha podido escribir acertadamente: "El rico es el hombre sin esperanza, porque no tiene necesidad de esperar".

    La pobreza es una actitud de alma abierta, que se traduce en estremecimiento interior ante la grandeza inabarcable de Dios. Es asombro. Por eso, es fe. Sentirse sobrecogido, admirado y hasta ‘desconcertado’ ante la grandeza y ante el amor infinito de Dios es ser de verdad pobre. No intentar comprender ni abarcar a Dios, sino dejarse invadir por él, caer de rodillas en actitud de adoración. El pobre es humilde y se siente inclinado a perdonar, a disculpar, y a relativizar el mal proceder de los demás.

    El único camino directo para ir a Dios es la fe absoluta en él. Los mismos fracasos humanos, en el fondo, son medios penosos de los que Dios se sirve, en su pedagogía, para llevar al hombre a una donación sin reservas de sí mismo, a una ‘rendición total’ y a una especie de desnudez ante él, a una purificación de la fe en él.

    La pobreza, en todas sus formas y expresiones -sobre todo, en esa forma integral, que es la enfermedad- permite traspasar umbrales insospechados para la razón y alcanzar, incluso, una nueva dimensión del universo. Desde el fracaso se puede subir a la invocación. A través de la desgracia, de la humillación, de la desventura y de la prueba, el verdadero pobre llega a Dios. Desde el fondo de la aflicción y de la angustia, prorrumpe en gritos de fe y de confianza. La pobreza bíblica es esperanza teologal. La pobreza -la esperanza- es un crédito infinito abierto a Dios. Por eso, el verdadero pobre es el verdadero cliente de Yahwé.

    La pobreza se ha convertido, así, en una actitud religiosa, en una apertura de alma, en una disposición interior, en una capacidad activa de recepción, en confianza sin límites, en humildad gozosa y radical, en esperanza y en abandono confiado en Dios. En resumen, el pobre (=anaw) es el que se mantiene en la presencia de Dios, confiando en su amor, consciente de su personal miseria, obediente en sus órdenes, desconcertado ante las pruebas, en actitud de acoger sus dones, consciente de ser pecador y frágil, pero seguro de formar parte de los hijos de Dios, temblando ante sus palabras, asombrado ante su grandeza, etc.

    Este ideal de pobreza lo encontramos encarnado en la gente sencilla -la gente de la tierra- y especialmente en los personajes más representativos de Israel -Abrahán, Moisés, David, Jeremías, Job, el Siervo de Yahwé- hasta llegar al Nuevo Testamento y encontrarlo definitivamente encarnado y sublimado en María y en Jesús.

    Este mismo ideal bíblico y evangélico lo siguen ‘encarnando’, y a veces con un realismo estremecedor, a lo largo de la historia de la Iglesia, determinadas personas, suscitadas en ella por el Espíritu Santo. Todas ellas son como ‘expresiones sacramentales’, signos verdaderos, reales y visibles, de Jesucristo y de María-Virgen en el misterio de su Pobreza. Y cada una con su propia y peculiar originalidad.  Todo esto, porque, movidos e impulsados por el Espíritu Santo, centraron su persona y su existencia en "Cristo-Pobre, contemplado, amado y seguido" (PI 14), hasta quedar carismáticamente identificados con él en esa dimensión de su misterio y, por lo mismo, convertidos en testigos y en testimonio vivo de pobreza evangélica en la Iglesia y para el mundo.