El profeta no es, propiamente, un adivino, ni un hombre que predice el futuro, que anuncia lo que va a suceder. Es éste un aspecto secundario de la vocación y de la misión profética. Profeta, en sentido riguroso, es el que habla en nombre y en lugar de otro, el que sirve a otro de mensajero de su voz o de portavoz de su mensaje. El verdadero profeta habla en nombre de Dios, es voz de Dios -su boca (cf Ex 4, 15-16- e instrumento de sus designios sobre los hombres. El profeta es confidente y mensajero de Dios, elegido y enviado personalmente por él para una tarea de salvación. El profeta es, a la vez, un hombre de Dios y un hombre de los hombres. Y tiene que ser totalmente fiel a los dos. Por eso, frecuentemente experimenta la soledad, la incomprensión, el desamparo. Está colocado en medio, entre dos fuegos: para defender los derechos de Dios y transmitir sus órdenes; para interceder por el pueblo; para leer los signos de los tiempos e interpretar los acontecimientos a la luz de Dios, traduciéndolos en palabras humanas a fin de que el pueblo pueda responder a las exigencias del mismo Dios.
El profeta es un centinela que da la voz de alarma; es un testigo y un agente de la soberanía de Dios por encima de las mismas instituciones; es también un fiscal que denuncia y un defensor de los pobres e inocentes. El profeta anuncia el mensaje salvador de Dios a partir de las situaciones concretas del hombre, y denuncia toda forma de idolatría y de injusticia. Vive, al mismo tiempo, la pasión de Dios por su pueblo y el drama -a veces, convertido en tragedia- del pueblo que busca a Dios entre anhelos, zozobras e infidelidades.
Hay que recordar que la palabra profeta -y, por supuesto, los vocablos profecía, profético, profetizar-, desde su etimología griega, tiene una triple significación, que conserva también en español. Profeta es un hombre que habla ante otro y en favor de otro, que proclama abiertamente en público, que pronostica o anuncia de antemano; pero, sobre todo, es el hombre que habla en lugar de otro, que hace sus veces. El profeta e el hombre de la palabra, porque e el hombre del mensaje. Todo en él -en cuanto profeta- es palabra de Otro: Sea como interpelación, o como aliento, como denuncia o como anuncio. Y siempre desde y para la esperanza.
"Un profeta esencialmente es un hombre que habla por otro; es la voz de otro, transmite las órdenes de otro… El profeta de Dios habla en nombre de Dios, por Dios. Es su voz. El instrumento de comunicación de su pensamiento, de su querer, en fin, de sus designios para con la humanidad".
"Profeta no es, como comúnmente se cree, el que habla del futuro, el que predice, sino el que habla en lugar de otro, en concreto, en lugar de Dios y desde su punto de vista. El pro de profeta es sustitutivo, como pronombre, procurador, procónsul. Profeta, de profemí (femí = decir), es el que habla en lugar de otro, identificándose con su pensamiento e intención".
El profeta es el hombre de la fe, de la insobornable esperanza, que descubre y proclama -con palabras como espadas- los designios de Dios y sus verdaderas intenciones a través de los acontecimientos de la existencia humana. Es y se sabe ‘conciencia religiosa’ del pueblo. "Unas veces consuela y otras amenaza, denuncia los pecados de todos con una extraña mezcla de debilidad y de poder; en la exaltación, humilla; y en la humillación, exalta; cuida siempre de mantener en pie la fe en el Dios salvador, como garantía de la vida presente y futura… Rabiosamente seguro de la fidelidad misericordiosa de Dios y profundamente identificado con el doloroso destino de su pueblo, el profeta es el hombre de la seguridad final y de la esperanza; desengañado, solo, abatido, el profeta no duda de la salvación final; todo lo revisa y enjuicia con tal de dejar a salvo la justicia de Dios y la seguridad de sus promesas".
Gregorio Marañón dice gráficamente que el profeta es "el psiquiatra de la conciencia colectiva de su época", que, "al desenterrar el dolor de todos, nos incómoda y nos indigna, pero nos da (la) fortaleza áspera de la verdad. Fingimos no conocerlo; acaso le lapidamos…, pero calladamente reconocemos que tenía razón". Y es que la humanidad entierra muchas veces en su conciencia colectiva lo mejor de su alma, todo lo que no le es inmediatamente útil o placentero. Y necesita que, de cuando en cuanto, alguien con voz poderosa desentierre y resucite ese pasado muerto o voluntariamente olvidado. Y ése es el quehacer del profeta. Por eso, molesta, inquieta y hasta provoca la indignación y el rechazo. Fustiga, con su palabra y con su vida, nuestra mediocridad y nuestra incoherencia. Las palabras y acciones del profeta irritan fácilmente a sus contemporáneos. Porque es un hombre implacable, que se convierte en espejo de la conciencia de los demás y refleja con tenacidad heroica e impertinente todo lo que nosotros hemos ido retirando a los sótanos del olvido. El profeta no es un resentido, sino un hombre lúcido y sincero que actúa, sobre todo, en los momentos de crisis, sin ningún afán de protagonismo. No se complace en las denuncias ni en las amenazas. Habla siempre desde el amor, aunque muchas veces se trata de un amor dolorido. No tiene espíritu de contradicción, que es una actitud adolescente, caprichos e infecunda. Más bien tiene lo que el mismo Marañón llama "un eficaz espíritu de contrapelo".
Este papel lo cumplen también en la Iglesia, en muchas ocasiones, los grandes convertidos: por su lógica rectilínea, por el fervor de su fe recién estrenada, que contrasta con nuestra rutina y falta de vibración. Por esta razón, los convertidos han resultado con frecuencia molestos, sin ellos quererlo, y han suscitado una cierta desconfianza o recelo.
La vida religiosa será de verdad profética -más aún, será una verdadera profecía en acción-, sólo si ‘habla’ en nombre de Jesús o, mejor, si deja a Jesús ‘hablar’ a través de ella; y en la misma medida en que lo consiga. Ahora bien, para ello, ha de ser una identificación viva, una configuración real y permanente con Jesús mismo en su modo histórico de vivir totalmente para Dios y para los hombres, es decir, para el Reino. Una vez más, hay que repetir que lo más ‘originario’ en la vida religiosa, lo que constituye su más viva identidad y su misión más esencial e irrenunciable en la Iglesia es ser, en ella, seguimiento radical de Jesucristo. Lo demás, todo lo demás, deriva -derivará- de ahí, como de su hontanar primero y de su más profunda raíz. Y, entonces, la vida religiosa significará, anunciará y denunciará de verdad lo mismo que significó, que anunció y que denunció la vida de Jesús.
El Sínodo sobre la vida consagrada dedicó una de sus 55 Propuestas finales a exponer la dimensión profética de este modo de vida cristiana, que fue sometida a votación, por separado, en sus tres partes, y que obtuvo la aprobación unánime de la magna Asamblea.
De esa Propuesta son las afirmaciones siguientes:
"El profetismo nace de la experiencia de Dios y de su designio en la historia. Profeta cristiano es el que, revestido de fortaleza, anuncia la voluntad de Dios. El pueblo de Dios es pregonero de los bienes futuros, promesa de la vida nueva y voz que proclama la presencia del Señor de la historia. Por eso, recuerden todos que toda palabra y todo gesto profético brota del diálogo de amistad con Dios y que lleva al conocimiento de su voluntad y al discernimiento espiritual. Por otra parte, el ejercicio de la vocación profética supone un irrenunciable amor a la verdad y la audacia en la proclamación de la voluntad de Dios contra el despotismo de la opinión pública, aunque de esa proclamación surjan conflictos".
"En este mundo secularizado, el primer acto profético de los consagrados es el firme seguimiento y la clara imitación de Cristo, quien, pobre, obediente y casto, se entregó por nosotros. La misma consagración y la vida en fraternidad son ciertamente profecías en un mundo que siente hambre de santidad y de comunidad".
Juan Pablo II, en la exhortación apostólica postsinodal Vita Consecrata (25-III-1996), ha puesto especialmente de relieve la dimensión profética de la vida consagrada. Aparte de numerosas referencias y alusiones explícitas, la exhortación dedica tres números íntegros al tema del profetismo de la vida consagrada, cada uno de ellos con un título significativo.
Al servicio de Dios y del hombre (VC 73)
La vida consagrada tiene la misión profética de recordar y servir el designio de Dios sobre los hombres, tal como ha sido anunciado por las Escrituras, y como se desprende de una atenta lectura de los signos de la acción providencial de Dios en la historia. Es el proyecto de una humanidad salvada y reconciliada (cf Col 2,20‑22). Para realizar adecuadamente este servicio, las personas consagradas han de poseer una profunda experiencia de Dios y tomar conciencia de los retos del propio tiempo, captando su sentido teológico profundo mediante el discernimiento efectuado con la ayuda del Espíritu Santo. En realidad, tras los acontecimientos de la historia se esconde frecuentemente la llamada de Dios a trabajar según sus planes, con una inserción activa y fecunda en los acontecimientos de nuestro tiempo.
El discernimiento de los signos de los tiempos, como dice el Concilio, ha de hacerse a la luz del Evangelio, de tal modo que se «pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas» (GS 4). Es necesario, pues, estar abiertos a la voz interior del Espíritu que invita a acoger en lo más hondo los designios de la Providencia. Él llama a la vida consagrada para que elabore nuevas respuestas a los nuevos problemas del mundo de hoy. Son un reclamo divino del que sólo las almas habituadas a buscar en todo la voluntad de Dios saben percibir con nitidez y traducir después con valentía en opciones coherentes, tanto con el carisma original, como con las exigencias de la situación histórica concreta.
Ante los numerosos problemas y urgencias que en ocasiones parecen comprometer y avasallar incluso la vida consagrada, los llamados sienten la exigencia de llevar en el corazón y en la oración las muchas necesidades del mundo entero, actuando con audacia en los campos respectivos del propio carisma fundacional. Su entrega deberá ser, obviamente, guiada por el discernimiento sobrenatural que sabe distinguir entre lo que viene del Espíritu y lo que le es contrario (cf Gal 5,16‑17.22; 1 Jn 4,6). Mediante la fidelidad a la Regla y a las Constituciones, conservan la plena comunión con la Iglesia (cf LG 12).
De este modo la vida consagrada no se limitará a leer los signos de los tiempos, sino que contribuirá también a elaborar y llevar a cabo nuevos proyectos de evangelización para las situaciones actuales. Todo esto con la certeza, basada en la fe, de que el Espíritu sabe dar las respuestas más apropiadas incluso a las más espinosas cuestiones. Será bueno a este respecto recordar algo que han enseñado siempre los grandes protagonistas del apostolado: hay que confiar en Dios como si todo dependiese de Él y, al mismo tiempo, empeñarse con toda generosidad como si todo dependiera de nosotros.
El profetismo de la vida consagrada (VC 84)
Los Padres sinodales han destacado el carácter profético de la vida consagrada, como una forma de especial participación en la función profética de Cristo comunicada por el Espíritu Santo a todo el Pueblo de Dios. Es un profetismo inherente a la vida consagrada en cuanto tal, por el radical seguimiento de Jesús y la consiguiente entrega a la misión que la caracteriza. La función de signo, que el Concilio Vaticano II reconoce a la vida consagrada (cf LG 44), se manifiesta en el testimonio profético de la primacía de Dios y de los valores evangélicos en la vida cristiana. En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que Él vive.
La tradición patrística ha visto una figura de la vida religiosa monástica en Elías, profeta audaz y amigo de Dios12. Vivía en su presencia y contemplaba en silencio su paso, intercedía por el pueblo y proclamaba con valentía su voluntad, defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo (cf 1 Re 18‑19). En la historia de la Iglesia, junto con otros cristianos, no han faltado hombres y mujeres consagrados a Dios que, por un singular don del Espíritu, han ejercido un auténtico ministerio profético, hablando a todos en nombre de Dios, incluso a los Pastores de la Iglesia. La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia. El profeta siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y, tras haber acogido la palabra en el diálogo de la oración, la proclama con la vida, con los labios y con los hechos, haciéndose portavoz de Dios contra el mal y contra el pecado. El testimonio profético exige la búsqueda apasionada y constante de la voluntad de Dios, la generosa e imprescindible comunión eclesial, el ejercicio del discernimiento espiritual y el amor por la verdad. También se manifiesta en la denuncia de todo aquello que contradice la voluntad de Dios y en el escudriñar nuevos caminos de actuación del Evangelio para la construcción del Reino de Dios.
Su importancia para el mundo contemporáneo (VC 85)
En nuestro mundo, en el que parece haberse perdido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas. La misma vida fraterna es un acto profético, en una sociedad en la que se esconde, a veces sin darse cuenta, un profundo anhelo de fraternidad sin fronteras. La fidelidad al propio carisma conduce a las personas consagradas a dar por doquier un testimonio cualificado, con la lealtad del profeta que no teme arriesgar incluso la propia vida.
Una especial fuerza persuasiva de la profecía deriva de la coherencia entre el anuncio y la vida. Las personas consagradas serán fieles a su misión en la Iglesia y en el mundo en la medida que sean capaces de hacer un examen continuo de sí mismas a la luz de la Palabra de Dios. De este modo podrán enriquecer a los demás fieles con los bienes carismáticos recibidos, dejándose interpelar a su vez por las voces proféticas provenientes de los otros miembros eclesiales. En este intercambio de dones, garantizado por la plena sintonía con el Magisterio y la disciplina de la Iglesia brillará la acción del Espíritu Santo que «la une en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos».