Su nuera le había dicho que la operación de cataratas entraba en la Seguridad Social, pero, la verdad, no tenía muchas ganas de volver a la clínica. Además, no era un asunto de vida o muerte. A sus noventa años todavía podía valerse bastante bien. Andaba regular de oído, pero si le hablaban despacio, podía mantener sin problemas una conversación. Eleazar estaba teniendo una vejez casi feliz. Cobraba mensualmente su jubilación, se daba todos los días un paseíto de media hora y, si el tiempo no lo impedía, después de misa de seis, se juntaba un rato con sus amigos en el hogar del pensionista para echar una partida de mus.
Lo único que le dolía a Eleazar no era el hígado o la próstata sino la situación de un hijo suyo deficiente psíquico que estaba acogido en un centro asistencial. Él lo había tenido en casa hasta que pudo atenderlo. Pero llegó un momento en que la asistente social y el párroco lo convencieron de que era mejor internarlo. Le hubiera gustado que alguno de sus otros dos hijos se hubiera hecho cargo de él, pero comprendía que tampoco estaban en buenas condiciones. Todas las semanas iba a visitarlo y le contaba historias bonitas de cuando era niño, le hablaba de mamá y de que algún día se juntarían todos en el cielo. Siempre regresaba a casa con un nudo en la garganta.
Un día, al comienzo del invierno, se presentó uno de sus nietos. «Abuelo, te encuentro como nunca». El viejo Eleazar, cosas de viejo, intuyó que la visita de su nieto, a pesar de tantos cumplidos, no traía buenas intenciones. Su intuición se confirmó enseguida: «Mira, abuelo, ya sabes que, por si te pasara algo, conviene que arreglemos con tiempo las cosas». Los preámbulos fueron largos; la conclusión escueta: «Sólo tienes que firmar aquí». Eleazar se puso las gafas que llevaba en el bolsillo de su chaqueta de lana, echó un vistazo al papel y miró a su nieto a los ojos: «Esto no lo firmaré jamás». El contenido del papel era claro: «El abajo firmante, con DNI número tantos, declara que …». Se trataba de revocar el testamento que Eleazar había hecho hacía varios años en favor de su hijo deficiente y de la institución que lo atendía. «Él ya está cuidado, abuelo. Ese dinero nos corresponde a nosotros. Tú puedes seguir diciéndoles a los del centro que va a ser para ellos. Lo que importa es que firmes aquí».
Pero Eleazar, tomando una noble resolución digna de su edad, de sus ejemplares canas, de su proceder desde niño y, sobre todo, de su criterio evangélico en favor de los más débiles, se mostró consecuente con su testamento: «A mi edad no es digno fingir, hijo. ¿Qué iban a decir los que nos conocen si Eleazar, a sus noventa años, por asegurarse el cariño de uno de sus nietos, rompiera la promesa que le hizo a su hijo más necesitado?». El nieto se fue dando un portazo: «Esto no va a quedar así, viejo». Entonces el abuelo, sentado en su mecedora, recordó unas palabras de Jesús que siempre lo habían acompañado: «Lo que hicisteis con uno de estos pequeños, conmigo lo hicisteis». Y rompió a llorar con un llanto suave, como de niño. Recordó los tiempos en que, siendo joven, lo llamaban meapilas por ir a misa antes de empezar el trabajo. Y los problemas que tuvo con sus jefes porque se negó a engañar a los clientes en la fábrica en la que trabajaba. Y las horas que dedicaba los domingos a echar una mano en el asilo del barrio.
A los pocos días Eleazar fue ingresado en el hospital. Los médicos no encontraron nada grave. «Se muere de tristeza», dijo una de las enfermeras que lo conocía bien. «Más bien, creo que se muere de puro bueno», apostilló uno de los borrachines del barrio que había subido a la planta tercera a darle un beso de despedida.