Hay una historia, más leyenda quizás que hecho real, sobre un alcalde de una gran ciudad americana, al final de los 60. No era tiempo precisamente afortunado para su ciudad: Enfrentaba bancarrota financiera, los índices de criminalidad escalaban en espiral, su sistema de transporte público ya no era seguro por la noche, el río que suministraba su agua potable estaba peligrosamente contaminado, en el ambiente crecía la tensión racial, y casi cada semana había huelgas y manifestaciones de protesta por las calles.
Y sigue la historia: El alcalde estaba sobrevolando la ciudad en helicóptero, en hora punta, un viernes por la tarde. Mientras la hora punta y el tráfico ahogaban o paralizaban prácticamente todo, él miró para abajo a lo que parecía ser un desbordante desorden y dijo a uno de sus ayudas: “¡Qué bonito sería tener un desatascador y poder arrastrar todo este desastre al océano!”
El alcalde estaba un poco de broma, pero me preocupa el que a veces nosotros sutilmente pensamos lo mismo sobre nuestro mundo. Con demasiada frecuencia nosotros y nuestras iglesias tendemos a ver el mundo precisamente como un desastre, como atrapado totalmente por la trivialización estúpida, como indulgente consigo mismo, narcisista, miope, definitivamente sin valores que exijan sacrificarse a sí mismo, o adorando la fama, o siendo adicto a bienes materiales, y siendo anti-iglesia y anti-cristiano. Efectivamente, es común hoy en nuestras iglesias ver al mundo como un enemigo.
Y, lejos de sentirnos sicológicamente hundidos por ello, nos sentimos engreídos, mojigatos y santurrones, mientras con cierto regocijo somos testigos de su ruina: “¡El mundo está consiguiendo lo que se merece! ¡La impiedad es su propio castigo! ¡Eso es lo que se logra por no escucharnos!” En esto, nuestra actitud es la antítesis de la de Jesús hacia el mundo.
Jesús amaba al mundo. ¿De verdad? Sí. ¿Es esto lo que enseñan los Evangelios? Sí.
Así es cómo describen los Evangelios la reacción de Jesús hacia el mundo que le rechazaba: “Al acercarse y divisar la ciudad, Jesús dijo llorando por ella: –¡Ojalá tú también reconocieras hoy lo que conduce a la paz! Pero eso está ahora oculto a tus ojos” (Lc 19, 42). Jesús ve lo que ocurre cuando la gente intenta vivir sin Dios, el desastre, el dolor, el desengaño y, lejos de regocijarse porque el mundo no funcione, su corazón sufre con empatía: “–¡Si al menos pudieras ver y percatarte de lo que estás haciendo!
Al mirar a un mundo que se está derrumbando a causa de su egoísmo y ensimismamiento, Jesús responde con empatía, no con regocijo; con comprensión, no con sentencia condenatoria; con dolor, no frotando con sal las heridas; y con lágrimas, no con un frío “adiós y muy buenas” o con un “y a mí plin”…
Los padres cariñosos y los amigos afectuosos entienden con exactitud lo que Jesús sentía en el momento en que lloró sobre Jerusalén. ¿Qué padre y madre, frustrados y con el corazón deshecho, no han mirado a su hijo o hija involucrados en opciones erróneas y en conducta auto-destructora y no lloraron en su interior mientras las palabras se iban formando espontáneamente: ¡Ojalá vieras lo que estás haciendo! ¡Ojalá pudiera hacer algo para ahorrarte el daño que estás infligiendo a tu vida con esta ceguera! ¡Si al menos tú también reconocieras lo que conduce a la paz! Pero eres incapaz de ver, y eso destroza mi corazón!
Lo mismo pasa entre amigos. Los verdaderos amigos no se alegran ni sienten júbilo cuando sus amigos toman malas opciones y sus vidas comienzan a colapsar. Al contrario, hay lágrimas, mezcladas con ansiosa empatía, con tristeza y dolor, con súplicas, con oraciones. El amor genuino rezuma empatía y la empatía jamás se regocija ante la ruina y perdición de otra persona.
Nuestra fe cristiana nos exige tener un amor genuino hacia el mundo. El mundo no es nuestro enemigo. Es nuestro hijo díscolo y caprichoso y nuestro amigo querido, que está destrozando nuestro corazón. Eso puede resultar duro de ver y de aceptar cuando de hecho el mundo es con frecuencia beligerante y arrogante en sus actitudes hacia nosotros, cuando está enojado con nosotros, cuando nos juzga erróneamente y cuando nos echa la culpa o nos hace chivos expiatorios. Pero eso es exactamente lo que los hijos que sufren hacen con frecuencia con sus padres y amigos cuando eligen malas opciones y sufren las consecuencias de ello. Ellos denuncian y echan la culpa. Esto puede parecernos muy injusto, pero la actitud de Jesús hacia aquellos que le rechazaban y crucificaban nos invita a la empatía por encima de la injusticia.
Kathleen Norris sugiere que miremos al mundo, cuando se nos enfrenta, del mismo modo como vemos a una muchacha de 17 años enojada lidiando con sus padres. En ese momento de enfado sus padres se vuelven como un pararrayos (lugar seguro) para que ella descargue su ira y eche la culpa. Pero amortiguar y absorber esto es una función de un adulto que ama. Los buenos padres no responden al enfado de una hija adolescente declarándola su enemiga. Responden como respondió Jesús, llorando sobre ella.
Además, una genuina empatía hacia el mundo no se fundamenta justamente en madura simpatía. La simpatía madura se fundamenta, ella misma, en ver mejor el mundo por lo que es en sí mismo. La muchacha adolescente de 17 años que se planta beligerante y enfadada ante sus padres no es mala persona; es simplemente que todavía no está totalmente desarrollada.
Lo mismo se aplica a nuestro mundo: No es un lugar malo; simplemente, está lejos de ser un mundo perfecto y maduro.