En camino hacia la luz pascual

De estar ante la Palabra del Señor podemos pasar a estar ante el Señor de la Palabra. Observar lo que el evangelio nos dice de él puede ayudarnos. Y mucho. Pero también le podemos interpelar directamente. El es la Luz que viene a vencer todo tipo de tiniebla.

(JPG) La celebración cristiana de la Pascua nos sitúa en el acontecer de la acción salvadora de Cristo: Dios «pasa» por nuestra vida. El Espíritu irrumpe para invadirnos de la luz de Cristo glorificado, que dio la vida por nosotros en la Cruz.

Cristo es la Luz de Dios que llega a nosotros, nos invade, nos abre a su filiación divina: nos hace hijos del Padre. Y herederos con Él. La llama encendida del Cirio Pascual nos lo recuerda. A la invocación ¡Luz de Cristo! respondemos alegres: ¡Demos gracias a Dios!

El acontecimiento pascual es un regalo totalmente gratuito. El Espíritu actúa para que el don encaje en cada uno de nosotros. Nos purifica, sana nuestra mirada interior para que la Luz sea bien recibida y asimilada, y nos predispone para irradiarla a nuestro alrededor por la fuerza del testimonio.

La Cuaresma ha sido el tiempo oportuno, el kairós que nos ofrece la Iglesia para enderezar nuestro camino interior hacia la Pascua. Las lecturas bíblicas del tiempo cuaresmal nos han ido señalando la ruta. Es el Espíritu quien, en medio de nuestra oscuridad, de nuestro gemido, de nuestras inseguridades, nos lleva de la mano hacia una plena vivencia bautismal.

Recordemos los textos evangélicos que nos acompañaron durante los domingos de cuaresma:

Primer domingo: Jesús, conducido por el Espíritu al desierto, afronta las tentaciones (Mt 4, I-I I). Nosotros, en nuestra fragilidad, le sentimos cercano. Y, llevados de su mismo Espíritu, nos animamos a seguir su camino.
Segundo domingo: La Transfiguración del Señor (Mt 17, I -9) nos invita a pregustar la gran celebración del Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección del Señor.
Tercer domingo: En el relato de la Samaritana (Jn 4,1 -42) Jesús se nos ofrece como manantial de agua viva.
Cuarto domingo: Curación del ciego de nacimiento. Jesús le abre a la Luz de la fe (Jn 9,1-14).
Quinto domingo: Resurrección de Lázaro. «Yo soy la Resurrección y la Vida»: Vida entregada a nosotros para que tengamos vida.

Desde cualquiera de estos textos nos podemos situar en la perspectiva de todo el conjunto cuaresmal como camino de la Pascua. El Señor es manantial de agua viva, luz del mundo, vida que se da.

Un ejercicio de lectio divina

En el retiro de este mes nos acercamos al texto del evangelio de Juan que se nos ofrecía en el cuarto domingo de Cuaresma: Jn 9, 1-14. Entraremos en él en silencio, como de puntillas, y con el corazón atento, deslizándonos por la vía tradicional de la lectio divina. Es como un navegar al aire del Espíritu: El viento sopla allí donde quiere. Percibes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va (Jn 3, 8).
Se nos señala el proceso: lectura, meditación y contemplación. Aceptemos que quien manda es el Espíritu, no la letra. Nos sometemos al proceso y nos abrimos al soplo del Espíritu. Recordemos previamente los tres momentos.

Un camino en tres etapas: lectura

No es extraño que ante la carta de un amigo nos entretengamos, tratemos de en-tender bien, repitamos la lectura, la des-menucemos, la saboreemos. Aquí tenemos entre las manos una carta del Amado, poesía cargada de vida, de mensaje, de compenetración.

Cuando leemos o escuchamos siempre existe la palabra material -escrita o pronunciada- que nos lleva a entender el mensaje que se nos comunica. Lo que cuenta es el mensaje.

En los textos de la Palabra de Dios las palabras materiales quedan muy cortas para expresar el mensaje. Podríamos decir que necesitamos un olfato especial para percibir el misterio que se nos ofrece bajo las palabras.

Nos preguntamos: ¿qué dice el texto? Monseñor Martini, hablando a jóvenes comprometidos sobre la lectio divina, les sugería su propia experiencia: lápiz en mano vas subrayando cada sujeto, cada acción, cada complemento. Esto es tan simple como el análisis gramatical que de pequeños aprendimos en la escuela: sujeto activo, sujeto pasivo, acción o pasión, com-plementos de circunstancia. (El subrayado, claro está, puede ser imaginativo). En este análisis vas desmenuzando el texto, entrando en él; tu atención se centra. Situarse en el texto ya es oración.

Segundo paso: meditación

Hasta aquí te has situado frente al texto: ahora el texto te interpela: ¿qué me estás diciendo, Señor? ¿Qué me dices de ti mismo? ¿Cómo eres, Señor? ¿Cuáles son tus sentimientos, tus valores, tus cualidades humanas? ¿Tu conexión filial con el Padre. Tu dedicación a todos nosotros? Los gestos de Jesús, sus miradas, sus palabras, son rendijas de luz que nos iluminan para percibir el mundo interior de Jesús.

La meditación sobre la persona de Jesús tal como se te muestra en el relato evangélico te llevará a decirle: ¿qué quieres, Señor, de mí?

Contemplación

La lectura y la meditación te han ido conduciendo hacia el silencio interior: silencio de palabras y de reflexiones. Estás en intimidad con el Señor. Las palabras y reflexiones dejan lugar a la contemplación: estando con Él; yo le miro y él me mira… Unidad silenciosa, viva, amorosa, transformante.

Hay cierta tendencia a añadir otros momentos, como el del compromiso, el com-partir la experiencia, etc. Todo esto está bien, pero parece importante mantener la simplicidad del proceso clásico de la lectio divina. Cada cosa en su sitito.

Centrándonos en Jn 9,1-14: lectio

Comenzamos invocando al Espíritu Santo, viento que despliega las velas, timón que marca la ruta. Y, claro, nos acogemos a la presencia maternal de Aquella que, llena del Espíritu santo, guardaba todas estas cosas en su corazón y las meditaba (Lc 2, 19).

Una puntualización importante en torno al evangelio de Juan: cuando el cuarto evangelio nos transmite uno de los milagros-signo de Jesús, suele rodearlo de una explicación cristológica muy detenida. En este caso, a la curación del ciego le acompaña un diálogo movido, a veces irónico, con intervenciones del mismo ciego, de sus familiares, de los fariseos.

Pero Jesús se le hace encontradizo, le conduce a un lugar tranquilo y le guía hábil-mente hacia la luz más profunda, la de la fe: aceptar a Cristo como Hijo del Hombre.

Enviado, Profeta, Mesías, el Señor; Luz para sus ojos y para todo el mundo.

Eso nos recuerda el pasaje de Jesús con la Samaritana: en un lugar tranquilo Jesús se comunica con una mujer de vida agitada y la va conduciendo hacia el descubrimiento de sí mismo como Mesías, Manantial de agua viva, Luz que le ilumina el camino.

El texto de Juan emplea muy pocos ver-sículos para el milagro en sí, pero luego se entretiene mucho en la catequesis, por la que en una revelación progresiva nos conduce hasta el ’Yo soy’ de Cristo: Yo soy el Pastor; yo soy la Puerta; yo soy el Pan de vida; yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Aquí: Yo soy la Luz.

Tal como ha proclamado ya en el capítulo anterior: Yo soy la Luz del mundo. El que me sigue no caminará en oscuridad sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 17). Esto es lo que proclama la liturgia de la noche de Navidad, tal como lo había visto el profeta Isaías: El pueblo que caminaba en la oscuridad ha visto una gran luz. Una luz resplandece para los que viven en las tinieblas (Is 9, I).

Y, atentos al soplo del Espíritu, queremos abrimos a la luz para darle respuesta: Habla, Señor, que tu siervo escucha (I Sam 2, 10). Leamos detenidamente el texto.

(Jn 9,1-5) Cuestión sobre el ciego de nacimiento

Los discípulos preguntan a Jesús sobre la culpabilidad como causa de la ceguera. Según una creencia muy extendida en tiempos antiguos las enfermedades eran consecuencia del pecado. Jesús responde como de paso y va directo a lo suyo: señala el por qué de aquella ceguera: para que se manifiesten en él las obras de Dios. E introduce el tema de la luz y las tinieblas: yo soy la luz del mundo. Ya tenemos el foco de la cuestión: frente a nuestras oscuridades, Jesús es Luz.

(9,6-7) La curación

A la saliva se le atribuyen propiedades curativas. A nivel simbólico Jesús une y mezcla las dos realidades que, como cie­gos, nos afectan: el barro de nuestra condi­ción humana y la fuerza curativa de su Es­píritu. El ciego, para ser curado, ha de ofre­cer un gesto de confianza: ve a lavarte a la piscina de Siloé. Va, se lava y ve.
Y aparece un elemento fundamental. Ese Jesús que ha dado la vista al ciego es el Enviado. El evangelista remarca el sen­tido de este término hebreo: Jesús es el Enviado del Padre para liberarnos de las tinieblas.

El hombre, ya con los ojos iluminados, comenzará a dar testimonio de Jesús. De momento sin reconocerle más que como a un ’profeta’. Cuando Jesús salga a su en­cuentro, sabrá que quien le ha curado -y le envía- es el Hijo del Hombre: el Mesías.

Los discípulos, el día de la Resurrección del Señor, se sabrán enviados ellos tam­bién: Como el Padre me ha enviado a mí, así yo os envío a vosotros (jn 20, 21). En la Vigi­lia pascual cada uno de nosotros recibe la luz y se convierte en luz de Cristo para ilu­minar a los hermanos.

(9,8-12) Reacciones de la gente

Los vecinos se preguntan entre ellos si el personaje es el mismo indigente de siem­pre o alguien que se le parece. Se lo pre­guntan a él. Le preguntan por Jesús, y aca­ba diciendo: pues no sé. Es la pregunta que le queda abierta. Necesita todavía que ese tal Jesús que le ha curado se le manifieste personalmente.

(9,13-34) Los fariseos le interpelan y ex­cluyen de la sinagoga

El argumento de los fariseos es la ley del sábado. Pero el tema inmediatamente se centra en la persona de Jesús y de sus cu­raciones con el poder de Dios: uno que se salta la ley no puede ser enviado de Dios. Encerrados en sus argumentos teológicos no llegan a ver la luz.

El ciego curado reconoce que el poder de Jesús sobrepasa las posibilidades huma­nas: si éste no viniera de Dios no podría ha­ber hecho esto. Mientras se le están abriendo los ojos a la luz, aparece la cegue­ra de los fariseos que acaban echando fue­ra de la sinagoga al pobre hombre.

Y ahora los inquisidores se meten con los padres del buen afortunado, que inten­tan salirse del juego: que le pregunten a él mismo, que ya es mayorcito. De hecho no dan la cara porque se temen lo peor: si es­tos señores ya han decidido expulsar a su hijo de la sinagoga, ahora les podría tocar a ellos. Era el peor castigo que les podía lle­gar de las autoridades religiosas.

He aquí dos líneas del mensaje sobre­puestas: el relato evangélico y la dura ex­periencia de las comunidades cristianas después de la caída de Jerusalén el año 70. Cuando este evangelio se escriba, los fariseos habrán asumido el futuro religio­so del pueblo judío y habrán expulsado del judaismo a las comunidades cristianas. Quienes confesaban a Jesús como Ungi­do o Cristo eran excluidos y no debía ha­ber ningún contacto con ellos, ni social ni económico, ni se podía enseñar un oficio a sus hijos.

(9,35-38) El ciego curado confiesa a jesús como Mesías

Llega la escena cálida y luminosa de Jesús con el hombre ya abierto a conocer la verdad profunda de todo lo ocurrido. Tras el mareo de tantas preguntas, respuestas y sospechas, abandonado en la soledad del que ha sido echado fuera, Jesús va a su encuentro. Y le lleva de la mano a conocerle, a descubrir en él al Hijo del Hombre: ¿quien es, Señor, para que pueda creer en él? Ya le has visto. Es el que está hablando contigo. El afirmó: creo, Señor. Y le adoró.

El ciego reconoce ahora el origen divino de Jesús. Finalmente confiesa que Jesús es el Hijo del Hombre que baja del cielo y vuelve a él. Así el hombre, con la nueva visión, se ha transformado en ’discípulo de Jesús’. Es-tamos ante el premio a la fe sencilla y humilde de un hombre marginado que se ha dejado tocar por la persona del Maestro.
Parece claro que el narrador se ha centrado en el sentido figurado de la expresión abrir los ojos, que en el relato aparece siete veces. Abrir los ojos de la fe a la nueva realidad aparecida en el mundo: Jesús, el Hijo del Hombre, el Cristo, invade con su luz a todos los que se abren a ella. Luz que nos libera de la oscuridad y nos da vida nueva. Así leemos en el inicio del evangelio de Juan: En él estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres. La luz resplandece en la oscuridad y la oscuridad no ha podido ahogarla… Existía la luz verdadera, el que viene al mundo ilumina a todo ser humano (Jn 1, 4-9).

(9,39-41) La ceguera incurable Ante un mismo hecho, mientras unos se abren a la luz, otros se obstinan en la tiniebla de la incredulidad. En tanto que el ciego de nacimiento ha accedido a la visión del Hijo del Hombre, los líderes fariseos -en su conocimiento y perspicacia- se han quedado atrapados en su incredulidad.

Tiempo de meditatio

En el estudio de la teología bíblica un re-lato puede afrontarse en su conjunto o bien en alguna de sus partes. Así también en la lectio divina. Para la meditación y la contemplación podemos quedarnos en algún fragmento concreto o situarnos ante el mensaje resultante de todo el conjunto.

Podemos considerar la cuestión a tres niveles:

- Jesús y el ciego de nacimiento.- Los ges-tos, las actitudes, las palabras de Jesús hacia el ciego.
– Jesús y yo.- Porque aquí yo soy el ciego. Percibo la palabra de Jesús sobre mi ceguera, su gesto, su actitud hacia mí.
– Yo y los hermanos ciegos o cecucientes.
– Jesús me mira a los ojos: ahora tú, en mi nombre, vas a hacer lo mismo: Yo estoy contigo, tienes la luz y la energía del Espíritu.

Tal como hemos indicado antes la pregunta tiene dos vertientes:
– ¿Qué me estás diciendo sobre ti mismo, Señor? Así, Él se te va manifestando…
– ¿Qué me estás pidiendo? Hay aquí una llamada a la conversión.

En el camino hacia la Pascua el Señor quiere limpiarnos la mirada, sanarnos de los defectos que podamos tener en nuestra visión de fe para que caminemos como hijos de la luz.

Hay tiniebla en nuestra vida si nos encerramos en nuestro egoísmo, en la falsedad, en la ambición… Es bueno sincerarnos en la presencia del Señor y descubrir lo que hay de turbio en nosotros. Para ello algunos textos bíblicos nos pueden ¡luminar.

Josep Vilarrubias, CMF (Revista VIDA RELIGIOSA)