Como columnista, siempre he albergado una cierta monomanía sobre ser demasiado personal o exhibicionista en mis escritos, o en pensar que mis propios altibajos emocionales puedan ser de interés para otros. He tratado siempre de respetar ese temor. Sin embargo, de vez en cuando las circunstancias me dictan que debo escribir algo más personal, sobre mí mismo. Ésta es una de esas ocasiones.
Quiero expresar mi gratitud por todas las oraciones y el apoyo que he recibido durante estos siete meses últimos, mientras me sometía al tratamiento del cáncer. Esa aventura-de-desierto por fin ha acabado, y con buen resultado. Hace ahora ya un mes que acabé mi último tratamiento de quimioterapia y, hace dos semanas, después de una batería completa de pruebas médicas, me declararon “libre-de-cáncer”. A Dios, a la familia, a los amigos, a los colegas y a tantos de vosotros que me habéis apoyado en oración: ¡Gracias!
El famoso escritor estadounidense John Updike, en un poema titulado “Fever” (Fiebre) escribió una vez sobre lo que puede enseñarnos la enfermedad:
“He traído un buen mensaje, de vuelta del país de los 39 grados (de fiebre):
Dios existe. Yo había dudado de ello en serio anteriormente; pero las patas de la cama del hospital hablaron de ello con suma confianza,
los hilos de mi manta lo daban por hecho,
los árboles al otro lado de la ventana desechaban toda dolencia,
y yo no dormía tan plácidamente desde hacía muchos años.
Es difícil ahora expresar de qué manera tan significativa estas actitudes se asentaron en las membranas de mi conciencia; pero es una verdad conocida desde hace mucho que algunos secretos están ocultos a la salud”.
¡Ciertamente, algunos secretos están ocultos a la salud! De hecho, ¿qué secretos aprendí en mi pérdida de la salud?
El diagnóstico inicial de cáncer me cogió por sorpresa y por un tiempo me dejó, ante todo, paralizado y amedrentado. Pero, después de la operación quirúrgica y de recibir información clara sobre el tratamiento a seguir (seis meses de quimioterapia) y sobre el pronóstico previsto a largo plazo (buena posibilidad de curación), en oración tracé unos cuantos pasos-de-conversión; los que yo esperaba que esta enfermedad y su amargo tratamiento me impondrían obligatoriamente.
Tomé la decisión de convertir este tiempo de tratamiento médico en un período de gracia en mi vida. Mis propósitos: Tendría que aflojar el ritmo de vida, no sólo durante el período de tratamiento, sino después también, para siempre. Aprendería a tener más paciencia. Habría de ser rigurosamente fiel a una práctica diaria de oración contemplativa. No habría de subestimar ya más la vida, el amor, la amistad y la salud, sino que, al fin, después de muchos años de resoluciones fallidas, comenzaría a vivir más al interior de la maravilla de Dios y de la vida, y no dejaría que las exigencias del trabajo, de la agenda y del orden del día absorbieran mi energía.
¿Y qué pasó? Los viejos hábitos son recalcitrantes, les cuesta morir, aun bajo la presión de la enfermedad. Después de seis meses de tratamiento, en mis días mejores, siento alguna mejora modesta en mi plan de vida. Algunas de mis resoluciones han dado fruto, pero todavía me encuentro muy lejos de los ideales que me fijé para mí mismo. Mis viejos hábitos han sido rápidos en querer reafirmar su control sobre mi vida.
Pero vida es lo que te pasa mientras estás planificando tu propia vida, o, del mismo modo, también cuando haces planes sobre tu conversión.
El hecho de tener cáncer me ha enseñado algunas lecciones diferentes de las que planifiqué. Entre éstas, la más importante fue: Como cualquier ser humano en este mundo, he querido siempre gozar de alegría en mi vida – amistad, amor, celebración. Pero –y éste ha sido el gran hándicap en alcanzarlas– he sentido siempre (por inconsciente que fuera) que podría encontrar la alegría y celebración que tanto anhelaba sólo cuando finalmente estuviera libre de toda ansiedad, tensión emocional, presión, exceso de trabajo, agotamiento, enfermedad, frustración y estrés de todo tipo. Abrigamos erróneamente esta extraña fantasía: que, sólo después de haber pagado todas las facturas, nuestra salud puede ser perfecta; que sólo después de que queden resueltas todas las tensiones dentro de nuestras familias y amistades, y cuando logremos encontrarnos en un espacio pacífico, en ocio, viviendo a cuerpo de rey, podremos finalmente adueñarnos de nuestra vida y podremos disfrutar de ella. Entre tanto, dejamos nuestras vidas en suspenso mientras nos preparamos con constancia, nos disponemos con prontitud y esperamos que llegue ese momento perfecto en el que podamos finalmente regocijarnos en la vida.
Al someterme al tratamiento del cáncer aprendí algo diferente. Cuando al principio comencé el tratamiento, empecé a marcar en un calendario –día 1, día 2, día 3– poniendo conscientemente mi vida en actitud de espera, adoptando una postura de expectación, marcando y descartando los días hasta que, en mi fantasía, el tratamiento médico acabara y yo pudiera vivir mi vida de nuevo. Pero pasó algo extraño. Conforme iban pasando los días, me di cuenta, con sorpresa, de que estaba atravesando uno de los períodos más ricos y felices de mi vida. Inmerso en el cansancio, la nausea y la neuropatía, encontraba un intenso placer en el contacto con los amigos, con los colegas, con el trabajo, y con la comida y la bebida (en los días en que de hecho podía probarlos). Los seis meses en los que estuve sometido al tratamiento de cáncer resultaron, para mi sorpresa, seis meses felices, profundamente valiosos y significativos.
Como afirma John Shea: “La vida incluye sufrimiento”. Cuando estés gastando todas tus energías solamente para regocijarte, en esa zona de la vida que no incluye sufrimiento, no entrarás de lleno en la misma vida, porque te sentirás dominado por el miedo, la exclusión y la falta de fe.
El cáncer me enseñó esta lección y, por eso y por vuestras oraciones, estoy muy agradecido.