Hoy en día, tanto en la sociedad como en las iglesias, nos resulta cada vez más difícil resolver nuestras diferencias, ya que nuestras conversaciones son disparos a matar sin civismo, insultos, difamación y falta de respeto.
Lo especialmente inquietante es que hacemos eso en nombre de la verdad, de la causa digna, del evangelio y de Jesús mismo. Nos permitimos odiar, satanizar y faltarnos al respeto unos a otros en nombre de Dios. Nos parece tan importante nuestra causa que, consciente o inconscientemente, consentimos en poner entre paréntesis algunos puntos esenciales de la caridad cristiana, a saber, el respeto, la afabilidad, el amor y el perdón.
Y eso es un disparate: Ninguna causa me puede dar luz verde para eximirme de la caridad fundamental, aun cuando me vea a mí mismo como “guerrero de la verdad”. Hay un imperativo evangélico que nos orienta a luchar por la verdad y, finalmente, todos tenemos que ser profetas que luchen por lo justo; pero incluso la guerra tiene su ética. Aun en la guerra (tal vez especialmente en la guerra misma) nunca puede justificarse la falta de respeto basada en la pretensión de que Dios está de nuestra parte. Verdaderamente, si Dios está de nuestra parte, habríamos de irradiar respeto hacia los otros.
Respeto, afabilidad, amor y perdón son puntos esenciales no-negociables dentro de la caridad cristiana. Son también parte esencial de todo lo noble de la humanidad. Cuando nos salimos fuera del círculo de estas actitudes, como frecuentemente hacemos hoy en día en nuestras discusiones con los que no son de nuestra misma cuerda política o eclesial, no nos habríamos de engañar pensando que la causa de altos vuelos a la que pensamos estar sirviendo justifica ese fallo fundamental en nuestra humanidad y caridad. Siempre que nuestras palabras o nuestras acciones muestren falta de respeto no estamos sirviendo a Jesús o a la verdad, por muy alto que pongamos el dosel bajo el cual justificamos nuestro razonamiento. Más bien estamos sirviendo a alguna ideología o, peor aún, estamos sacando a relucir algunos odios y patologías personales.
Hace unos años, en la universidad de teología donde yo enseñaba, tuvimos un estudiante que estaba tan obsesionado con defender la ortodoxia católica que se convirtió en una presencia tan negativa en todas las clases, que ningún miembro de la facultad quería hacerse cargo de una clase en la que estuviera matriculado ese alumno. Finalmente la situación llegó a ser tan intolerable, que la facultad, después de considerable y penoso discernimiento, exigió al decano que le pidiera al alumno dejar la universidad. Inmediatamente después de su expulsión, el alumno conflictivo escribió una carta a su obispo quejándose de que nuestra universidad le había expulsado por “ser demasiado conservador y demasiado ortodoxo” como para encajar en nuestros valores y actitudes. Envió copia de la carta al decano. Éste a su vez escribió su propia carta al obispo del joven alumno, diciéndole que la facultad le había obligado a abandonar, no porque fuera demasiado conservador y ortodoxo, sino porque no tenía en absoluto cortesía y respecto básicos para con los demás.
Este es un ejemplo típico de patología de gente conservadora, pero los liberales hacen también exactamente lo mismo. Ninguno de los dos bandos habría de engañarse a sí mismo: Cuando carecemos de respeto fundamental y de formas básicas de educación, el verdadero meollo de la cuestión no es nunca la ortodoxia o la causa por la que luchamos, sino una deteriorada salud mental. Vivimos en tiempos llenos de amargura, muy polarizados, tanto en la sociedad como en nuestras iglesias. Las causas son reales, y lo que está en juego es algo muy crítico: guerra, injusticia, aborto, pobreza, ecología, racismo, inmigración, pluri-culturalismo, economía, principios democráticos, ley y orden, libertad de expresión, autoridad adecuada, recto dogma, ecumenismo auténtico, legitimidad en el ministerio, relación de cristianos con otras religiones, y las justas libertades y limitaciones dentro de la secularizad misma. Todas éstas son, al fin y al cabo, cuestiones de vida o muerte que, precisamente por su importancia, se presentan invariablemente inflamadas por la emoción sentimental.
Cualquiera que tenga un poco de preocupación por el mundo, por la iglesia y su futuro se encuentra fácilmente implicado en conflicto con otros, a veces con amargura, discutiendo sobre alguna de esas cuestiones candentes.
Y sentimos la tentación permanente, especialmente cuando la cuestión en juego es crítica, de poner entre paréntesis lo esencial (respeto, afabilidad, amor y perdón), basados en la causa a defender; y sentimos también esencialmente la tentación de caer en una manera de pensar justificada así: Esta cuestión es tan importante que no tengo por qué ser respetuoso, afable y cariñoso. Puedo satanizar a mi adversario, difamarlo, injuriarlo y usar todo lo que esté a mi alcance, tal vez incluso la violencia, para que mi verdad salga triunfante. ¡Porque yo tengo razón, y la cuestión es tan importante que puedo prescindir y poner entre paréntesis mi respecto fundamental!
¿Qué mal hay en eso? Hay mucho mal. Más allá de engañarnos a nosotros mismos pretendiendo que esa falta de caridad y respeto pueda justificarse en nombre del evangelio, todo lo mejor de nuestra humanidad y todo lo mejor de los principios cristianos exigen justamente lo contrario: La urgencia de una situación y la amargura inherente ya a la misma exigen más cuidado, no menos, en nuestra retórica y en las acciones que emprendamos. Cuanto más ira, odio, falta de respeto, satanización, insultos, difamación, rechazo de auténtica conversación y amenazas explícitas o tácitas encontremos, con mayor fuerza estamos llamados a regirnos por las actitudes esenciales de la caridad: respeto, afabilidad, perdón, apertura y ofrecimiento de una mutua y auténtica conversación. ¿Por qué? Porque, al fin y al cabo, no ganamos batallas morales golpeando a alguien; las ganamos más bien conquistándole personalmente.