Queridos amigos:
La verdad es que no lo he pasado muy bien este último tiempo. Eso de vivir teniendo que poner cara de fiesta ante esa gente a la que no le puedes dar explicaciones en profundidad, cuando el corazón no está acorde con las circunstancias, es una lata. Lo llevo bastante mal. Me hace sentir inadecuado y me juzgo hipócrita.
Afortunadamente esto no me sucede con toda la gente. Ni con vosotros tampoco. Creo que, después del camino recorrido juntos, no hay nada de lo que no pueda daros explicaciones en profundidad de lo que vivo y de lo que pienso y siento por dentro. Poder hacerlo me alivia y me sosiega, a la vez que os doy la posibilidad de acompañarme, si así lo deseáis.
Os decía que no lo he pasado muy bien. Mi salud no va muy bien. De ánimo las cosas no han estado mejor. El desarraigo, que ya os he comentado en otras ocasiones, se ha ido profundizando. Esta experiencia me va conduciendo a una soledad enorme, a pesar de toda la gente que me rodea y me agasaja. Me da la sensación de que sólo soy amable para la gente que no me trata en profundidad. Mis relaciones profundas, en general, las voy perdiendo progresivamente, quizá por mi propia culpa. No percibo las fuentes de mi pertenencia. No sé de quién soy realmente, ni quién puede y quiere jugársela por mí incondicionalmente. Me siento extranjero, vagabundo y peregrino más que nunca. Apátrida y sin familia en un mundo que cada vez me parece más inhóspito, porque veo que cada uno va a lo suyo y se permite el lujo de echar en saco roto la gratuidad que los demás le ofrecen.
Quizá se deba a mis esperas respecto de lo que la gente, a la que quiero y por la que me entrego, creo que debiera estar dispuesta a hacer y no hace. Quizá se deba a una deficiente gratuidad por mi parte y hasta a una incongruencia con lo ue proclamo a los cuatro vientos. Quizá se deba a una lectura de la historia poco realista por lo que hace a las relaciones humanas, o a que soy más sensible a lo negativo que a lo positivo. No lo sé. Trato de buscar justificaciones para los demás. Y hasta las encuentro. Pero eso no me evita el dolor en lo más hondo del corazón.
En este contexto anímico he recibido vuestras dos cartas anteriores. Por eso, os decía que lo que me duele no es lo que podáis comunicarme, sino la incomunicación. Os quiero lo suficiente como para aceptaros tal y como sois y para acoger con corazón de fiel amigo todo lo que queráis compartirme de vosotros.
Creo que os he manifestado muchas veces mi cercanía y mi deseo de acompañaros en la vida de cada día. En vuestros gozos y en vuestras penas, en vuestras esperanzas y en vuestras angustias. Y esto requiere que me llegue en comunicación vuestra vida. Si no me llega, difícilmente podré realizar mi tarea. Sé de sobra, por la experiencia de lo vivido, que esto me produce gozo y dolor. Pero lo quiero así por vosotros y por mí. Por vosotros, porque considero que una pena entre dos es menos pena y la alegría es mayor si se comparte; y quiero que así sea para vosotros, porque quiero que seáis felices. Por mí, porque hace real mi deseo de ser vuestro amigo y portarme como tal.
En cambio, la incomunicación me parece que es negativa para vosotros y para mí. Para vosotros, porque, si no tenéis otros interlocutores y os tragáis las cosas que os afectan, es posible que se os pudran dentro, actuando como olla de presión sin válvula de escape. Para mí, porque me priva de la posibilidad de acompañaros y acrecienta mi sentimiento de pérdida de la pertenencia y mis sentimientos de soledad.
Más aún, cuando vuestra comunicación es infrecuente y poco profunda, me siento desorientado. No sé si os impongo una presencia no deseada por vosotros y una compañía que no apetecéis. Esto hace que últimamente en nuestra relación ande con miedo y que pierda una espontaneidad de la que he gozado con anterioridad en todo momento. Ando con pies de plomo para mantener el respeto que os debo y conjugarlo con la presencia solícita, que ardientemente deseo. Seguramente lo habéis observado, conociéndome como me conocéis. Así, pues, no es la comunicación, sino la falta de comunicación lo que me hace daño.
Por otra parte, me preocupa el camino que habéis emprendido. Estoy de acuerdo con vosotros en que tenéis que "aprender a cargar con vuestros propios problemas en el sentido de que tenéis que aprender a asumir lo que sois", "porque nos damos cuenta que a nosotros muchas veces nos sucede lo contrario y vivimos como no aceptando o evadiendo las cosas que son realidad en nosotros y que vivimos interiormente". Lo importante es saber cómo podéis realizar esta tarea que es común a todos los hombres y a todo tipo de relaciones. También a la nuestra, en la que hemos compartido muchos de nuestros "propios problemas".
Mi experiencia es que compartirlos y ponerlos en común me ha ayudado a "aprender a asumir lo que soy". Al ver que puedo ser aceptado como soy por los demás, que son el reflejo de Dios, me ha posibilitado el mejorar la calidad de mi aceptación propia. Éste ha sido mi camino. Lo he vivido con personas que vosotros conocéis. También lo he vivido con vosotros. Vuestra aceptación de mi persona ha potenciado mi propia aceptación. Por eso os estoy tan agradecido y os quiero tanto. Son los frutos en mí de la bondad que vosotros sembrásteis en mi tierra. Porque antes había gastado esfuerzos en aceptarme a base de "deber" y de "tener que", que me habían resultado infecundos y decepcionantes. Yo recuerdo el bien que se me regaló con vuestra cercanía y aceptación. Hizo en mí más sanación que todos mis esfuerzos por "deber" y "tener que".
Nuestra relación ha cambiado a lo largo del tiempo. La vida no tiene marcha atrás. El pasado es pasado, y, aunque volviera, no sería el pasado lo que volvería, sino otro presente distinto. Sin embargo, no podemos hacer tabla rasa de lo vivido, porque el pasado está en nuestro presente en forma de posibilidad y también de limitación. Lo importante es recoger todas las posibilidades que nos legó el pasado para vivir nuestro presente.
A mí, al menos, el pasado me ha enseñado algo acerca del camino y del caminar. Para mí nuestra relación ha significado un aprendizaje en la forma de caminar hacia la aceptación de mí mismo tal como soy. Me ha enseñado que no puedo aceptarme, si no es mirándome en los ojos de quien me quiere. Sólo así puedo sanarme, aun cuando mis interlocutores no sean siempre los mismos. Y creo que a vosotros sólo puede sanaros también el miraros en los ojos de las personas que os quieren y os aceptan tal como sois, aunque éstas no sean las mismas de antaño. Este camino ha sido un camino bueno en mi vida. Lo he experimentado y, desde mi propia experiencia, os lo recomiendo.
Esto no quiere decir que lo tengáis que hacer conmigo. Sois muy libres. Y, en este sentido, sois vosotros los únicos que podéis saber con quién contáis y con quién queréis contar para caminar este camino, y para comprometeros a caminarlo. Os lo digo con toda franqueza y con todo el cariño: me parece que lo que más daño puede haceros es dar pasos que favorezcan esa inestabilidad e inseguridad de la que me hablábais en vuestra carta. Y se favorecen cada vez que vuestro comportamiento está dirigido preferentemente por vuestros sentimientos, en lugar de estarlo por vuestra capacidad de decidir con responsabilidad y compromiso. Amar y ser amado, aceptar y ser aceptado, acoger y ser acogido, etc., no es cuestión de sentimientos sólo, ni principalmente. Si así fuera, serían tan mudables como las veletas. Es cuestión, sobre todo, de decisión y de compromiso, que se mantiene sean cuales sean los sentimientos. Esta es mi convicción, y como tal os la digo, por si puede ayudaros en la superación de esa inestabilidad e inseguridad de las que me hablábais.
Creo que ya os he dado bastante la lata. Siento que esta carta haya salido tan larga. Dad recuerdos a los conocidos y a vuestra familia. Para vosotros mis mejores deseos y un fuerte abrazo.
La Natividad del Señor
Jn 1,1-18. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.