La gran modernidad, el gran desarrollo de la ciencia y de la técnica, la sociedad desarrollada, se ha levantado y se sigue manteniendo sobre el desprecio de la belleza de lo humano, el desprecio de esas pequeñas cosas que nunca incrementarán el poder, la posesión, el prestigio, el tener. Tener más: más fieles, más bautizados, más confesiones, más comuniones, más seguidores, más vocaciones… nosotros, los que decimos seguir a Jesucristo, también nos hemos contaminado.

Estoy convencido de que sólo desde la fiesta esperada y vivida tiene sentido esa gran frase que, también, escuché, y con mucha frecuencia, a mis queridos ancianos: «Dios proveerá». Desinterés, confianza, ausencia de crítica amarga, serenidad en sus estilos de vida, verdadera austeridad reposada en una honda confianza vital. Los hombres y las mujeres que pronunciaron esa frase creían, de verdad, ser hijos de Dios; y el hombre y la mujer que siente semejante filiación puede pasar necesidad, sufrir, pecar, sentirse siervo, esclavo, pero jamás consentirá ser pieza de un engranaje, demoníaco o sagrado, que arruine la belleza del tiempo humano.
Por eso, no se les ocurría desentenderse de los deberes de su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado. Hombres y mujeres cuyas palabras eran promesas por cumplir. Hombres y mujeres que de ninguna manera consideraban la palabra como un arma para justificar hechos injustificables. Hombres y mujeres que no necesitaban «contratos», hombres y mujeres de honor, de fidelidad a la palabra dada. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestro actuar que para responder por él.
Entonces, en aquellos tiempos, para aquellos hombres y mujeres, era más importante ser fiel (que siempre es pobreza: debilidad donde resplandece la gracia) que tener razón (que siempre es camino de poder) .