La gran modernidad, el gran desarrollo de la ciencia y de la técnica, la sociedad desarrollada, se ha levantado y se sigue manteniendo sobre el desprecio de la belleza de lo humano, el desprecio de esas pequeñas cosas que nunca incrementarán el poder, la posesión, el prestigio, el tener. Tener más: más fieles, más bautizados, más confesiones, más comuniones, más seguidores, más vocaciones… nosotros, los que decimos seguir a Jesucristo, también nos hemos contaminado.
Hubo un tiempo, narran los ancianos, donde la vida no era la prisa de los relojes. Había espacio para los momentos sagrados, para los grandes rituales, para «iluminar», sabiamente, la vida humana con las gestas, humanas y muy humanas, de los santos cristianos. Un ritmo pausado donde la fiesta, que marcaba los hitos fundamentales de la existencia, era esperada por el niño y el anciano y, preparada, con esmero, por el joven, fuerte, deseoso de vida, lozano. Ahora, la humanidad carece de ocio: se ha acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de producción (tener)… y nosotros, los seguidores de Jesucristo, también, nos hemos contaminado. Nuestros documentos nos tienen que exigir, compromiso programado, tiempo para estar con los hermanos, tiempo para salir a jugar, tiempo para compartir unas chuletas, unas cartas o unos bolos… tiempo para recrear la belleza de la compañía, la belleza de lo cotidiano. Creo, profundamente, que la fe que profeso, con votos, mi religión – como decían los antiguos- me prohíbe hacer de mi casa una prisión. Pues no son las paredes, ni el techo, ni el piso, ni la capilla, ni la propia habitación los que constituyen el ser de mi casa, sino esas personas que la habitan, con sus conversaciones, sus risas, sus amores y sus odios… hombres que impregnan la casa de espiritualidad sensible: Dios encarnado en la semblanza de los rostros.
Estoy convencido de que sólo desde la fiesta esperada y vivida tiene sentido esa gran frase que, también, escuché, y con mucha frecuencia, a mis queridos ancianos: «Dios proveerá». Desinterés, confianza, ausencia de crítica amarga, serenidad en sus estilos de vida, verdadera austeridad reposada en una honda confianza vital. Los hombres y las mujeres que pronunciaron esa frase creían, de verdad, ser hijos de Dios; y el hombre y la mujer que siente semejante filiación puede pasar necesidad, sufrir, pecar, sentirse siervo, esclavo, pero jamás consentirá ser pieza de un engranaje, demoníaco o sagrado, que arruine la belleza del tiempo humano.
Por eso, no se les ocurría desentenderse de los deberes de su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado. Hombres y mujeres cuyas palabras eran promesas por cumplir. Hombres y mujeres que de ninguna manera consideraban la palabra como un arma para justificar hechos injustificables. Hombres y mujeres que no necesitaban «contratos», hombres y mujeres de honor, de fidelidad a la palabra dada. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestro actuar que para responder por él.
Entonces, en aquellos tiempos, para aquellos hombres y mujeres, era más importante ser fiel (que siempre es pobreza: debilidad donde resplandece la gracia) que tener razón (que siempre es camino de poder) .