Es urgente encarar una educación diferente, enseñar que vivimos en una tierra que debemos cuidar, que dependemos del agua, del aire, de los árboles, de los pájaros y de todos los seres vivientes y que cualquier daño que hagamos a este grandioso universo será condenar la vida, la vida que decimos querer salvar. Hay que advertir a los chicos y chicas del peligro planetario y de las atrocidades que la «civilización del tener» ha provocado y sigue provocando en los pueblos. Es importante que se sientan protagonistas de una historia en la que los seres humanos han alcanzado grandes logros pero engendrando, también, grandes fracasos. No podemos seguir leyendo ante esos niños y niñas cuentos de árboles, ríos, gallinas y pollitos… cuando tenemos esas realidades sometidas al peor de los suplicios. No podemos engañarlos en lo que se refiere a la irracionalidad del consumo, a la injusticia social, a la miseria evitable y a la violencia que existe en las ciudades y entre las diferentes culturas. Con poco que expliquemos, los niños y las niñas, que se aburren cuando escuchan discursos ideológicos, comprenderán que vivimos en un grave pecado de despilfarro.
Por eso, el problema de fidelidad a la pobreza no aboca a cerrar nuestros colegios, sino a exigir a la entidad titular y a la comunidad educativa la valentía de educar en valores evangélicos. Es decir, no procrear el mal enseñándolo como bien: nuestra educación no puede asentarse en el individualismo y la competencia. Genera una gran confusión enseñar cristianismo y competencia, individualismo y comunidad… y, sobre todo, ofrecer grandes discursos sobre la solidaridad en un marco educativo que prepara para la desenfrenada búsqueda del éxito individual. Y, por supuesto, ya está bien de viajes de fin de curso a discotecas, a montar a caballo, a cenar en grandes barcos por bellos ríos y, dentro de poco, supongo (porque la competencia se impone), a jugar al golf… cuando la humanidad de hoy, en el primer, el segundo, el tercer y el cuarto mundo, se desangra.
La educación no es independiente del poder y, por tanto, encauza su tarea hacia la formación de personas adecuadas a las demandas del sistema. Alguna vez nos tendremos que preguntar, con seriedad, por el problema más grave de nuestra tarea educativa, que, por cierto, no es solamente el de los «conciertos» con el Estado: ¿dónde fueron formados la mayoría de los líderes de esa sociedad que tanto criticamos? Porque si no ofrecemos una educación que muestre lo que está pasando y que, a la vez, promueva la cultura de la vida frente a la cultura del tener, lo que perderemos no será sólo la fe, ni la posibilidad de evangelizar, sino al ser humano.
Si nos cruzamos de brazos somos cómplices de un sistema que legitima la muerte silenciosa. Los hombres y mujeres necesitan que nuestra voz se sume a sus reclamos. Detesto la resignación que pregonan los conformistas: no es suyo el sufrimiento, ni tampoco de su familia. La impunidad y la corrupción no pueden instalarse en la comunidad humana como parte de una realidad a la que nos debamos acostumbrar.
Porque la consecuencia de la resignación da como resultado frivolidad, sobrevaloración de la diversión, evasión. ¿Quién genera la banalidad que muchas veces caracteriza la vida de nuestros jóvenes? Cuando no educamos la capacidad para la grandeza, cuando enseñamos a vivir como si mañana no hubiese mundo, disimulando la tragedia… conformarse con una «comedia» de calidad regular ayuda, al menos, a soportar.
Cuando crítico la competencia no lo hago sólo por un principio ético, sino, sobre todo, por el inmenso gozo que entraña el compartir (pobreza comunitaria), gozo que nos salva de quedar esterilizados por la carrera hacia el éxito individual (también en la Iglesia), que está acabando con la vida del hombre.
Hay que comprometerse. Pero ¿cómo encarnar esta palabra? Si hubiese escrito estas líneas con algunos años menos os hablaría de compromisos heroicos, de grandes protestas, de negarnos radicalmente a seguir embarcados en este sistema que nos impulsa a la locura y al infortunio. Hoy no. Quizá, por eso, no tengo respuesta. Pero intuyo, cada día estoy más convencido, que la respuesta es menos formidable que nuestros deseos. Más pequeña, más pobre… apenas una vela, algo con qué esperar, algo que corresponde a la «noche» que estamos viviendo… Los intentos prometeicos ya han hecho bastante daño. Y sé, cada día estoy más seguro, que mi fidelidad ha dependido siempre de esos jóvenes que Dios puso en mi camino, de mis compañeros y mis compañeras, de la pobre gente a las que prometí una palabra amiga, de ese deseo de ser siempre amigo de mis amigos y amigas y, también, de mis enemigos. Dejarme afectar por su dolor y su vida ha mantenido mi esperanza, mi fe y, sobre todo, mi corazón abierto al amor: Dios pobre, o si se quiere, la pobreza de mi Dios.
¿Delirio (post)moderno? Pienso que no. El hombre de la (post)modernidad, encadenado a las comodidades que le procura la sociedad del tener, la sociedad del bienestar, no se atreve a hundirse en experiencias hondas de hospitalidad, de solidaridad, de amor. YY creo profundamente que ellos nos pertenecen y que ellos han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones, la llamada más honda al Bien en esta cultura que sólo aspira al «bienestar» del tener.
Foto por opensourceway