Encomendarse a las manos de Dios,
manos que crearon y moldearon al hombre
es saber que las almas de los justos
están en las manos de Dios
y no les alcanzará tormento alguno (Sb 3, 1).
Ya es la hora del descanso.
Cuando nada de ti mismo se afirma,
cuando lo que experimentas es justamente lo contrario,
es esta mirada a lo alto y esta encomienda,
lo que da al hombre aliento y respiro,
esperanza de no quedar defraudado.
No hay peor enfermedad del espíritu que la independencia,
no tener maestro, ni guía,
ni nadie que te ayude o acompañe en el camino de la vida interior.
Por causa de esta soledad ocurren las autojustificaciones.
No hay necesidad del Otro, se perece en la autosuficiencia,
y el orgullo será la causa mortal.
Jesús no tiene inconveniente en encomendar a otro su vida,
entregarse a Otro.
Hay abismos que, aunque se deben cruzar solos, es necesario tener conciencia de que Otro te ve,
te espera, te mira, y está dispuesto a echarte una mano.
No se puede avanzar si no se despega uno de las manos de su maestro,
pero no se termina bien si no permanecen siempre
las referencias espirituales que producen confianza,
sobre todo en los tiempos más recios y oscuros.
Aunque camine por valles oscuros, no temeré ningún mal:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
En la humanidad de Jesús va la nuestra,
y al abandonarse en las manos de su Padre,
nuestra naturaleza vuelve a las manos de su Hacedor
para una nueva y gloriosa creación.
Todo llega ahora a su plenitud en este Cuerpo
entregado al poder y a la misericordia
de quien es eterna y permanentemente Padre.