Es normal para nosotros ver la gracia y la bendición de Dios en lo que nos une. Sentimos naturalmente la presencia de la gracia en nuestro fundamento, sentimos una fuerte unión moral con otras personas, iglesias y credos. Esto, bíblicamente, es lo que define la familia.
Pero ¿qué pasa si eso mismo nos separa, y si lo que hace que otras personas, iglesias credos parezcan extraños y extranjeros es también una gracia, un diferenciación intencionada por Dios? ¿Podemos pensar en nuestras diferencias de la misma manera que pensamos en nuestra unión, como un don de Dios? La mayoría de las religiones, incluyendo el cristianismo, respondería afirmativamente.
Tanto en las escrituras cristianas como en las judías hay un motivo recurrente, que el mensaje de Dios nos llega generalmente a través del extranjero, el extraño, de uno que es diferente a nosotros, desde una fuente de la cual nunca hubiéramos esperado oir la voz de Dios. Además de esto, está la idea de que cuando Dios nos habla generalmente lo experimentamos como sorpresa, como algo inesperado y como algo que no cuadra fácilmente con nuestras normales expectativas sobre cómo debería actuar Dios y como deberíamos entenderlo. Hay una razón para esto. Simplemente, cuando pensamos que escuchamos la voz de Dios en lo que nos es familiar, confortable y seguro, la tentación es siempre la de manipular el mensaje de acuerdo a nuestra imagen y gustos, y por ello Dios a menudo llega a nosotros a través de lo que no nos es familiar.
Por otra parte, lo que es familiar es cómodo y nos ofrece seguridad; pero como bien sabemos, el crecimiento real y transformador la mayoría de las veces sucede cuando como a los ancianos Sarah y Abraham, se nos fuerza a partir hacia un lugar extraño que nos desnuda de todas nuestras comodidades y seguridades. Sal, Dios les dijo a Sarah y Abraham, y vete a una tierra sin saber hacia dónde vas. El crecimiento real sucede y la gracia real se muestra cuando tenemos que lidiar con lo otro, lo extraño, lo diferente. Aprender a entender, escribe Juan de la Cruz, más por el no entender que por el entender. Lo oscuro, no familiar, y no esperado nos llevará por caminos que no inseguros y desconocidos. Dios envía su palabra al mundo a través de sus ángeles, y éstos no son exactamente algo que nos resulte demasiado familiar.
Si esto es verdadero, entonces nuestras diferencias también son gracia. En consecuencia, ver las cosas de diferente manera no significa que no veamos las mismas cosas. En consecuencia las diferentes nociones sobre Dios y los diferentes caminos para hablar sobre Dios no significa que hablemos de un Dios diferente. Lo mismo se puede decir de nuestras iglesias, que teniendo conceptos diversos de lo que significa ser iglesia esto no significa necesariamente que no exista una unidad fundamental en medio de nuestra diversidad. De igual manera por el cómo concebimos la presencia real de Cristo en la eucaristía, la manera como imaginamos que Cristo está presente en el pan y en el vino, puede tomar muchas formas y puede ser enunciado de muchas maneras diferentes, sin que ello signifique que hablamos de una realidad diferente.
Juan Pablo II, motivando un encuentro interreligioso, una vez comentó que “hay diferencias en las que se refleja el genio y la riqueza espiritual de Dios a las naciones”. Christian de Cherge, después de una vida de diálogo con el Islam, sugirió que nuestras diferencias tiene una “función cuasi-sacramental”, esto es, ayudan a encarnar realmente en este mundo las riquezas de Dios, quien es inefable y nunca puede ser encerrado en ninguna expresión.
Nuestras diferencias son parte del misterio de la unidad. La unidad real, que necesita reflejar la riqueza de Dios, no existe en la uniformidad y la homogenización, sino solo ofreciendo armonía a muy diferentes regalos y riquezas, como la belleza de un ramo de flores se forma por la variedad de diferentes flores dentro de un vaso. Nuestras legítimas diferencias se enraízan dentro del mismo Dios.
Esto tiene implicaciones para cada aspecto de nuestra vida, desde cómo recibimos a los inmigrantes en nuestros países, a cómo nos movemos con las diferentes personalidades en el seno de nuestras familias y lugares de trabajo, a cómo nos manejamos con otras denominaciones cristianas y otras religiones. Sin caer en el sincretismo y sin denegar su lugar al discernimiento, hay que afirmar que nuestras diferencias, concebidas como una expresión de una más profunda unidad que no podemos concebir sin abrirnos más plenamente al insondable e inefable misterio de Dios y, al mismo tiempo, nos previene de fabricar ídolos de nuestras propias ideas, nuestras propias tradiciones religiosas, nuestros caminos para entender la fe, y nuestras propias teologías e ideologías. Mucho más, aceptando las diferencias como algo querido por Dios y como una presencia de la gracia en nuestras vidas, debería prevenirnos de construir nuestra identidad, particularmente nuestra identidad religiosa, sobre cimientos de oposición a otros y la insana necesidad de reivindicar nuestro ser único y verdadero contra lo que es diferente.
Dios nos a ama a todos igualmente, La diferencia, entonces, entendida como parte del misterio de la unidad, debería hacernos suficientemente humildes y honestos como para dejar que los otros ocupen su propio lugar delante de Dios.