Envidia Congénita y una Invitación más Elevada

30 de marzo de 2009
“¡Todos vosotros os amáis unos  a otros y yo me siento excluido!”  
Ese sentimiento, ese temor particular, según Robert Moore, se encuentra en la base de la envidia.

Ése fue el miedo de Caín, el personaje bíblico arquetípico que fue la primera persona que mató a su  hermano por envidia. ¿Qué es lo que provocó su envidia? Lo que se esconde en esta metáfora: Dios miró con agrado y aprobación a Abel y a su ofrenda, pero apreció menos a Caín y su ofrenda. Por la razón que fuera, a Caín le pareció que “todos los demás se amaban unos a otros y él se sintió excluido”.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Así pues, según nos dice la Escritura, la envidia lo cambió en un asesino. Me sospecho que idéntica dinámica está presente cada vez que nos encontramos con un asesinato múltiple, como los ocurridos en Virginia Tech, Columbines, y más recientemente en Alemania y Alabama. Estos asesinos son siempre personas solitarias, individuos peligrosamente aislados  que, sin duda, comparten con Caín la experiencia de percibir las ofrendas de los otros como aceptables y las suyas propias como rechazables. Parece como si todos los demás “se amaran unos a otros, pero ellos se sienten excluidos”.

Por otra parte, vemos que lo que estos  asesinatos masivos llevan a cabo tan horriblemente nosotros también lo llevamos a cabo con frecuencia, aunque a una escala menor. A causa de la envidia todos nosotros somos también asesinos, salvo que cuando matamos no lo hacemos con arma de fuego. Perpetramos el asesinato con pensamientos, sentimientos y palabras.

Henri Nowen acuñó una vez este mantra: Cualquier persona herida de bala o muerta de un tiro es herida primero por una palabra, y cualquier herido por una palabra es herido o muerto antes por un pensamiento. Tiene razón. Asesinamos con nuestro pensamiento cada vez que decimos en nuestro interior: “¿Pero, quién se ha pensado éste que es? ¡Ella se cree tan inteligente! ¡Él piensa que es don de Dios  para la creación! ¡Ella está tan pagada de sí misma! ¡Qué prepotente; se lo ha creído!”  ¿Quién de nosotros no ha entrado a una reunión, a una sala de juntas, a una asamblea de iglesia, a una cena de familia, a un acontecimiento social o a una reunión de cualquier tipo, y, sin diferenciarnos mucho de los asesinos múltiples de Columbine o de Virginia Tech, acribillamos sutilmente a otros a balazos, con balas de cólera envidiosa entre los reunidos. Cuando nos sentimos heridos como Caín, cuando parece como si nuestra ofrenda no estuviera siendo aceptada mientras la de los otros sí, cuando parece como si  todos “se amaran unos a otros, pero nosotros fuéramos excluidos”, el impulso espontáneo es matar de palabra, pensamiento y actitud.

Ante esto, ¿qué hay que hacer?  ¿Cómo vivir superando la envidia y el sentimiento de ser excluidos?

Lo primero es admitir nuestra envidia. Nunca se trata de si sufrimos o no de envidia, sino que se trata únicamente de cómo manejamos nuestra envidia. Todos padecemos de envidia, y de pensamientos amargados y asesinos que la envidia puede desencadenar.

Una vez hayamos admitido que somos envidiosos, se nos invita a seguir adelante y ver nuestra respuesta a la envidia precisamente como el mayor reto moral y espiritual de nuestra vida. No exagero.

Cuando miramos al drama de Jesús en  el Huerto de Getsemaní, el drama en el que lucha por ofrecernos su muerte como había ofrecido su vida, vemos que es precisamente un drama de amor, no un drama físico.  A diferencia de la película de Mel Gibson, “La Pasión de Cristo”, los relatos evangélicos de la pasión y muerte de Jesús no ponen énfasis en sus sufrimientos físicos -de hecho casi los pasan por alto-.  Lo que realmente subrayan es más bien su soledad y asilamiento moral y emocional, su distanciamiento de los otros, el sentirse desgajado del círculo de la comprensión humana y su exclusión de cualquier intimidad humana. Los evangelios nos dicen que estaba distante de los otros “a un tiro de piedra”, una situación que Gil Bailie describe como “unanimidad-menos-uno”.

Conforme Jesús se iba acercando a su muerte, su experiencia terrenal era paralela a la de Caín. Parecía como que su ofrenda no era aceptada, ni por Dios ni por nadie en torno a él. Sintió el aislamiento radical que brota precisamente de la exclusión, de la incomprensión, de ser el objeto de odio. La tentación humana le hubiera debido inclinar sin duda hacia la amargura, la cólera, la autocompasión y el odio. Pero sus acciones son la antítesis de las de Caín; y su respuesta  a los sentimientos de amargura, que con seguridad debieron surgir en su interior, constituye precisamente su sacrificio real y es el gran reto moral que nos dejó.

Rodeado de envidia, odio e incomprensión,  entrega con toda confianza su vida. Cuando todo le tienta hacia la amargura, él cambia hacia la bondad. Cuando todo le tienta hacia el odio, él opta por el amor. Cuando todo le tienta para excluir y dejar fuera a otros, él se hace más vulnerable todavía de forma que otros puedan acercarse a él y ser acogidos. Cuando en torno a él todo es frialdad, paranoia, y maldiciones, él sostiene a los demás, los bendice, y les asegura calor y confianza. Lo que una persona hace cuando el amor se vuelve amargo es el verdadero drama del amor.  Caín nos da una respuesta. Jesús nos da otra bien diferente.

¿Cómo respondemos en esos momentos de nuestra vida, cuando abrigamos el sentimiento de que “todos vosotros os amáis unos a otros y a mí me excluís”?