Entre la gente de fe, existe la opinión de que, si eres una persona de fe profunda, eres capaz de renunciar fácilmente a las cosas de este mundo, ver el mundo en toda su condición efímera, no adherirte a las cosas y morir más pacíficamente. No es cierto. Eso es ingenuo, al menos muchas de las veces.
James Hillman escribe: No abandonamos fácilmente el trono ni el afán que nos encaminó allí. Aun cuando eso es obviamente cierto, propiamente habla más del ego humano que de la fe. Así que dejadme comprobar con otra frase. La afamada novelista y filósofa Iris Murdoch nos confronta con este hecho: Un soldado raso muere comúnmente sin temor; pero Jesús murió atemorizado.
Esto se confirmó en la muerte de mi propio padre. Mi papá era un hombre de profunda fe, de la cual dio testimonio en toda su vida. Murió joven, a los sesenta y dos años, en la fe; pero no tuvo una muerte fácil. Tenía una profunda tristeza mientras yacía en cama con cuidados paliativos esperando dar su postrer adiós al resto de nosotros. Su tristeza y el consiguiente miedo no tenía nada que ver con el miedo a la otra vida, a lo que le esperaba en el otro lado. Su tristeza y miedo tenían que ver con el hecho de dejar su lugar en este mundo, de morir a toda la riqueza que es la vida. Estaba triste por estar muriendo, por tener que decir adiós a su esposa, su familia, sus nietos, sus amigos, su comunidad de fe, su salud y todas las cosas de las que gozaba en esta vida. Murió creyente, pero no tuvo una muerte fácil.
Si leemos las escrituras atentamente, veremos que este fue también el caso de Jesús. Él tampoco tuvo una muerte fácil, no porque temiera lo que se iba a encontrar al otro lado de la muerte; pero como mi papá, él amaba profundamente esta vida. Vemos eso claramente en su lucha en el huerto de Getsemaní. Afrontando su muerte, las escrituras nos dicen que, literalmente, “sudó sangre” y pidió a su Padre que de algún modo pudiera escapar de morir. Nosotros (ingenuamente) tendemos a pensar que Jesús tenía miedo por el dolor físico que le esperaba, los azotes y los clavos; pero eso no es lo que narran los Evangelios. Suda sangre en un huerto, no en una pista de deportes. Arquetípicamente, los huertos son el lugar del amor. Jesús es el amante, no el atleta, que está sudando sangre. Su miedo a la muerte se afirma en el amor, amor por la vida, esta vida.
El teólogo jesuita Michael Buckley escribió un ensayo en el que comparó a Jesús con Sócrates, puramente como un estudio en excelencia humana. Lo sorprendente es que, puramente en términos de excelencia humana, Jesús parecía quedarse corto comparado con Sócrates. Aquí va una emocionante cita de ese ensayo.
Sócrates fue a su muerte con calma y serenidad. Aceptó el juicio de la corte, razonó sobre las alternativas sugeridas por la muerte y sobre las indicaciones dialécticas de la inmortalidad, no encontró ninguna razón para el temor, bebió el veneno y murió. Jesús, ¡bien al contrario! Jesús se encontraba casi histérico de terror y miedo; “a gritos y con lágrimas acudió al que podía salvarlo de la muerte”. Buscó repetidamente a sus amigos en busca de consuelo e imploró escapar de la muerte, y no encontró a nadie. … Yo pensé una vez que esto era porque Sócrates y Jesús sufrieron muertes diferentes, una tanto más terrible que la otra, el dolor y la agonía de la cruz eclipsando de este modo la liberación de la cicuta. … Ahora creo que Jesús era un hombre más profundamente débil que Sócrates, más expuesto al dolor físico y a la fatiga, más sensible al rechazo y al menosprecio humano, más afectado por el amor y el odio. Sócrates nunca lloró sobre Atenas”. Jesús fue incurablemente humano.
Soren Kierkegaard en sus diarios confesó que se estremeció ante la idea de morir al mundo, morir a la vida ordinaria: Me gusta ser un ente humano; no tengo el coraje de ser enteramente espíritu de ese modo. Aún me gusta tanto ver el placer puramente humano que otros logran en la vida, algo para lo cual tengo un ojo mejor que ordinario, porque para ello tengo un ojo de poeta.
Una de las primeras señales de depresión clínica es la pérdida de vivacidad en la vida de uno, una pérdida de cualquier sensación del placer personal y el aislamiento que viene con eso, a saber, la fácil capacidad para permitir que se marchen todas las cosas que solían energizarnos y traernos el sentido y el gozo. Fuera, eso puede parecer bueno religiosamente. ¡Mirad qué maravillosamente desprendido es! Con todo, la santidad no debería ser confundida con la depresión, ni la fe con la resignación emotiva.
Si sois sanos espiritualmente, no os sorprendáis si, como Jesús, sudáis algo de sangre ante la muerte en cualquiera de sus formas, particularmente si amáis vuestra vida; y más, si tenéis ojo de poeta.