Hay una aspiración en que todos los humanos coincidimos: la felicidad. Queremos ser felices. Soñamos con la felicidad. Nos soñamos dichosos con nuestros seres queridos, viviendo en condiciones ideales, al margen de las amenazas existenciales. Nos vislumbramos viviendo lo mejor de nosotros mismo. La cuestión de fondo reside en saber en qué consiste la felicidad. ¿Qué valores nos hacen realmente felices?
Ciertamente la felicidad está vinculada a la relación interpersonal. No se es dichoso en solitario y en aislamiento. Los seres humanos estamos hechos de necesidades, aspiración y deseos, por ello, estamos diseñados para la el encuentro y la relación. Ello no impide que cada uno busque la propia felicidad, que se pregunte, ¿qué puedo hacer hoy para ser y sentirme más feliz? Cada persona es responsable de su propia vida y de su felicidad.
La ideología de género piensa al ser humano como individuo y la identidad personal como independencia. Resaltan la construcción social de la identidad sexualidad. Niega la complementariedad entre hombre y mujer. La satisfacción de las necesidades propias constituye la prioridad absoluta. A pesar de esta idea de independencia, muchas personas están imbuidas de falsas expectativas con respecto al matrimonio:
- Que el cónyuge te haga sentir feliz
Es ésta una expectativa frecuente: delegar la responsabilidad fundamental de la vida en la persona del cónyuge. Se va al matrimonio con la convicción de que la propia felicidad depende del novio o novia; que ella te va a hacer feliz; que él te va a hacer feliz; va a estar pendiente de tus necesidades y deseos. Y va a ser capaz de colmarlas.
- Que el matrimonio funciona automáticamente sin esfuerzo personal
Esta es otra de las falsas convicciones. El matrimonio aparece como final de una etapa de la vida; el noviazgo, en cualquiera de sus formas, termina en el matrimonio, en cualquiera de sus formas. De ese paso decisivo se espera una fuerza mágica. Vendría automáticamente el proceso de acoplamiento, de adaptación al espacio de la casa, de las relaciones y costumbres del otro, a su cultura y sus valores. No necesitaría de adaptación. No implicaría nuevas normas ni asunción de nuevas responsabilidades.
- Que la desilusión es intolerable
Al comienzo de la relación la comunicación es abundante incluso desbordante. Está compuesta de narraciones y sueños, de raíces personales y sueños. La flexibilidad de las normas y costumbres de cada uno hace agradable la convivencia. La realidad impone, sin embargo, que hay que atender a otras necesidades, y no sólo a las necesidades del otro. Y pasito a pasito van naciendo y creciendo sentimientos de desilusión. Y uno se siento solo. Y si pregunta, ¿cómo es posible que nos pase esto? Y surge la sensación de espanto. Y aturde tanto más cuanto que eso de evitar el dolor a toda costa es como un dogma de nuestra sociedad. Muy extendido. Muy creído
- Que el amor es un sentimiento que viene y va
La relación matrimonial se inicia normalmente en los sentimientos. Cierto es que actualmente se proclama en los medios que el amor es como un destino; no está en las manos de cada uno; los individuos son juguete de los sentimientos de amor, que tienen fecha de caducidad. La cultura mediática actual incentiva esa convicción. La ratifican los datos estadísticos de separaciones y divorcios. Olvida algo muy importante: que el amor es, sobre todo, una decisión. La libertad es ciertamente capacidad de elección, pero más hondamente es capacidad de auto-determinación.