En tiempos pretéritos hablar de espíritulalidad conyugal o matrimonial no habría dejado de ser un sarcasmo o una paradoja. A muchos pensadores oficiales no les cabía en la cabeza que pudiera haber no ya santidad sino ni siquiera espiritualidad dentro del matrimonio. Al fin y al cabo el matrimonio no era otra cosa que un remedio contra la concupiscencia, un mal menor para incontinentes, una concesión para aquellos que no estaban llamados a la santidad.
Hoy nos atrevemos a hablar de espiritualidad matrimonial porque la vida, la historia y la ciencia (y sobre todo el Espíritu) nos han ido descubriendo que la experiencia matrimonial y su derivación familiar es algo más sublime que un placebo carnal. Incluso, algo que no tiene que ver nada con esa cara negativa de la concupiscencia.
Si la espiritualidad es un método (construido o encontrado) de acercarse a Dios, vivir con autenticidad el matrimonio es una manera de encontrar a Dios. De encontrarlo, místicamente, a través de ¡a contemplación de su acción en los miembros del matrimonio y de la familia y de ir hacia Él, prácticamente, a través de la relación con las personas del contexto matrimonial y familiar.
En no pocas ocasiones la experiencia conyugal ha servido a los autores de los libros sagrados para expresar y revelar la actitud de Dios hacia los hombres. Ello es indicativo de que algo especial debe haber en la realidad conyugal para que Dios la utilice como vehículo de su revelación.
Paralelamente, uno siente la idoneidad de la experiencia matrimonial para entender y vivir la acción de Dios sobre nosotros: su poder creador, su providencia continua, su amor, su comprensión, su juicio, su misericordia. Dios sigue creando a través de los matrimonios. Dios cuida de sus criaturas más pequeñas a través de los matrimonios. Dios comprende a los impúberes y a los jóvenes a través de los matrimonios. Dios disculpa a los hijos a través de los padres. El matrimonio es
una atalaya estupenda para contemplar a Dios. Los anocheceres del matrimonio pueden asimilarse a los paseos de Dios con la pareja inicial por el Edén.
Y en lo que a la accesis se refiere, pocas canchas tan difíciles como la del matrimonio encontraremos en la vida. Los cristianos de a pie nos curtimos en estas aguas bravas del matrimonio. Son innumerables ¡as ocasiones de ejercitar la entrega, la solidaridad, el trabajo, la cooperación, la humildad, la paciencia… y tantas y tantas virtudes. Sin olvidar que el cónyuge y los hijos son los jueces diarios y cercanos de nuestro quehacer.
No estamos hechos para los altares, porque en las peanas sólo suele caber uno. Pero, por otra parte, no lo echamos de menos, pues los padres somos de la idea de que es preferible acoger al hijo que parece débil antes de encumbrar al que parece que va bien en todo.