Una queja común contra las orientaciones cristianas clásicas sobre la sexualidad es que muchas de ellas las han escrito célibes consagrados, sacerdotes no casados y monjas que no ejercen sexo.
La queja no consiste en que estas personas (y yo soy una de ellas) estén enseñando algo erróneo, sino que, no estando casados, invariablemente tienden a idealizar en exceso el sexo y lo revisten de un sagrado romance poco realista.
Sin duda, algo de verdad lleva esa queja. Pero, para ser justo, todos luchamos con la sexualidad. Cada tradición religiosa lidia con la sexualidad; y lo mismo cada cultura. Ningún teólogo que se precie diría que el cristianismo o cualquier otra religión se ha reconciliado y ha vivido plenamente en paz con la sexualidad, así como ningún analista que se precie diría que existe en este mundo una cultura que ha logrado una paz saludable con la sexualidad. Tanto la religión como el mundo lidian con el sexo, sólo que de manera diferente. Todos se esfuerzan y luchan.
Y esto no es casualidad, ya que la sexualidad se sitúa siempre, parcialmente, más allá de nosotros, y es demasiado poderosa para controlarla siempre de forma sensata y saludable. En esta vida nadie hace plenamente las paces con ella. Es demasiado poderosa y demasiado amplia. Ella se encuentra en la base de todo, vida y no-vida igualmente. Las moléculas son sexuadas, los átomos son sexuados, toda la vida es sexuada, y todo ser humano es sexuado en cada célula, cuerpo y espíritu. Mucho de esto, naturalmente, está sólo incoado, oscuro, es una añoranza y un dolor sin un foco explícito, aunque en los seres humanos a partir de la pubertad tiene también un centro y marca y colorea profundamente toda la consciencia de la persona.
Irónicamente, es en este punto -el fallo de tomar suficientemente en serio la centralidad de la sexualidad- donde los liberales y conservadores coinciden; los conservadores negando esa centralidad, y los liberales trivializándola. Ambos tienden a ser ingenuos, sólo que de diferente manera.
Por otra parte, más allá del poder total y brutal de la sexualidad, está todavía su complejidad. La sexualidad es, a la vez, la fuerza más creativa y más destructiva en nuestro planeta. Es una gran fuerza no sólo para el amor heroico, para la vida y la bendición, sino también para el peor odio, muerte y destrucción imaginables. La sexualidad es la responsable de la mayoría de los éxtasis en el planeta, pero también es responsable de una cantidad de asesinatos y de suicidios. Cuando la sexualidad es sana, ayuda a las personalidades a aglutinarse viviendo juntas; cuando por el contrario es enfermiza, funciona destruyendo personalidades. Puede unir familias y comunidades, y también puede destruirlas. Es una fuerza única para sosegar el corazón y producir gratitud, aun cuando tenga igual poder para amargar el corazón y volverlo celoso y envidioso. La sexualidad es el mejor de todos los fuegos y, por contraste, el más peligroso de todos los fuegos.
Y esta paradoja es lo que yace a la raíz de tantas tensiones que rodean cualquier discusión sobre sexo. En cualquier día concreto ¿qué aspecto de la sexualidad hay que subrayar? ¿Pureza o pasión, su bondad o sus peligros, su poder para provocar éxtasis o su poder para desencadenar asesinatos, su poder sacramental para unir o su poder caótico para dividir?
Ya que estas preguntas no son fáciles de responder, lo que con frecuencia vemos son dos tendencias opuestas: La tentación de idealizar en exceso y la tentación de trivializar; la tentación de ser demasiado miedoso y la tentación de ser demasiado despreocupado; la tentación de ser morbosamente frígido y la tentación de ser morbosamente irresponsable. Rara vez asumimos la cosa correctamente. Invariablemente la barrera simbólica de protección está o demasiado alta o demasiado baja.
¿Cómo encontrar el equilibrio? No es fácil. Pero, como con todos los asuntos complejos, un buen punto de partida es la negativa a transigir en cualquiera de sus polos paradójicos, a vender cualquiera de sus verdades, por más contradictorias que parezcan.
Así que es importante admitir que el sexo es un poder que nos sobrepasa, aun cuando aceptemos que tenemos una responsabilidad de controlarlo. Debemos afirmar siempre su bondad, aun cuando subrayemos sus peligros. Se debe enseñar siempre su carácter santo y sagrado, aun cuando nunca deberíamos denigrar su componente de desinhibición terrenal. Tenemos que tener claro que se supone que debe ser sacramental, aun cuando tenga que ser también juguetón; que está destinado a traer hijos a este mundo, aun cuando al mismo tiempo se supone que expresa el amor; que se supone que habrá de gozarse sanamente, aun cuando sea necesario guardarlo con mucho cuidado; y que no es algo ante lo que tengamos que estar con miedo insano, aun cuando lo rodeemos con suficientes tabúes para salvaguardar propiamente su sentido y nuestra propia seguridad emocional.
Pudiéramos comparar la sexualidad con un cable eléctrico de alto voltaje. Los 50,000 voltios dentro de ese cable pueden llevar luz y calor a un determinado edificio, pero nos topamos con dos riesgos: Primero, podemos tener tanto miedo de sus peligros que nunca conectemos nuestra casa al referido cable. Entonces nos privamos de su luz y su calor.
El segundo peligro es lo opuesto: Esta potente energía es segura y sin peligro sólo si se canaliza su poder bruto por medio de transformadores adecuados y se la reviste de manera segura para el aislamiento necesario, de lo contrario corremos el riesgo de un fuego mortal, dentro de la casa y dentro del alma humana.
Los conservadores tienden a lidiar con el primer peligro; los liberales con el segundo.