Soy invitado por las personas encargadas de visitar el Centro Penitenciario en La Ceiba. No recuerdo el nombre de la responsable del grupo parroquial que asumió desde hace años esta acción pastoral Todos los martes visitan a sus amigos privados de libertad para escucharles, leer y comentar la Palabra de Dios, conocer los procesos judiciales y compartir algunos ratos de amistad y de vida. Se desenvuelven entre ellos con soltura; son queridos y respetados. Les acompaña una larga experiencia y una actitud de servicio evangélico ejemplar.
Durante el tiempo de misión me encomendaron encarecidamente que también a estas personas les llegara el mensaje de Jesús y el acontecimiento que estaba viviendo la parroquia y toda la diócesis. Acepté con agrado. El año anterior tuve la oportunidad de entrar en el presidio de S. Pedro y ver sus luces y sus sombras y admirar el trabajo que realiza la Pastoral Penitenciaria. Dejé constancia de todo ello en el diario “Flor sin defensa”. Ahora me encomendaban realizar alguna reunión con los residentes en el presido de Ceiba, conocer su interior, platicar, observar, saludar, escuchar, estar unas horas en un lugar especial con personas especiales necesitadas también de misericordia y salvación.
Al finalizar una de las visitas, uno de los residentes me entregó estas palabras: