Eucaristía en lejanía

23 de enero de 2007

Por eso, olvidando por un momento todos esos enojos, quiero escaparme en mi relato.
Era ocho de junio; iba ya por el río. Pero el bote a veces se cansaba y se dejaba de oír su ronroneo monótono, ronroneo que juntamente con el sol de las dos de la tarde me obligaban a cabecear en postura inverosímil. El motorista limpiaba la bujía o bombeaba gasolina; dócilmente después el bote continuaba su surcada. Incluido yo mismo en él, el material humano que viajaba perdía su tiempo para matar las horas hasta la llegada. Se protegían la cabeza o simplemente, un pelo femenino –libre del todo- caía como una cascada tranquila por la espalda, casi hasta la cintura. Dos que conversan, inaudibles las palabras a causa del ruido del motor. Yo que escribo. La dimensión del azul del cielo me era imposible calcularla, azul de estar azul. También hacia atrás, estaban azules los montes en cuyas faldas descansaba Juanjuí. De allí hacía dos horas habíamos salido, y todavía faltaban otras tantas.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Había maíz a uno y otro lado de la franja de agua que recorríamos. Y arroz, tabaco, plátano. Más escondida, pero también por aquellos contornos, estaría la coca. De una u otra manera, vigilando el crecimiento de aquellos ejércitos verdes, siempre había una casa o un caserío diminuto cobijando esa historia nunca suficientemente sabida de los humildes, que nacerán y morirán sin conocer apenas a nadie, sin ser ellos conocidos por nadie. Casi como el grano que cultivan, cuyos compradores ignorarán el sudor y la muerte que ha costado. Por eso el campesino es del color de la tierra; hasta su ropa es del color de la tierra. Para vivir, debe conformarse con la noche y con el día, con la lluvia que le llegue o con el sol que le madure.
El bote se detuvo en Huinguillo y también en Quinilla; su interior húmedo se iba despoblando. Sólo quedábamos ya siete pasajeros, más el motorista. Luego seis, cuatro… La hora también iba avanzada.

Me bajo al fin; hemos llegado. Cargo a mis espaldas la “iglesia” portátil que siempre en mis giras me acompaña, cuidadosamente colocada en la mochila. Y otra vez a andar y andar, para decirles ¿qué? Que Dios les ama; decirles que Él está en el color de su trabajo y en la cantidad escandalosa de su pobreza. A cambio del anuncio, me alargan ellos un pate 1 lleno de chicha. Me inclino y lo llevo hacia mis labios que, me imagino, habrán quedado ribeteados del oro amarillo de la chicha. Por eso, de un modo mecánico, me paso el brazo por la boca.
Por la noche, vuelvo a reunirme a la luz de vela o de lámpara a kerosene, para decirles ¿qué? Para preguntarles más bien y aprender qué misteriosa fuerza les sirve a ellos para construir sus vidas, desumbilicadas de cualquier otro amparo que el que les puedan proporcionar sus propias manos. Ahí, en ese ambiente, sí salen humildes las palabras que intentas o pretendes entregarles. El mismo Dios del mensaje que les llevo, aparece tímido para no golpearlos más con lecciones o teorías: el Dios de ningún desarrollo, sino el de la vida; solamente de eso: de la vida, de los hombres. El que se sienta en el mismo suelo que ellos utilizan; el que espera su turno hasta que el último campesino haya hablado.
“Tomad y comed” por fin les dice.  Y se hace un silencio sacramental en el que sólo llega a intuirse el llanto emocionado de Dios, al darse Él mismo como única comida a aquel manojo de hombres, niños y mujeres arracimados en torno a aquella mesa. Y después de otro silencio alimentando aquella resurrección colectiva al haberse introducido Dios mismo en ella, volvió a oírse su voz como caricia, pero también con un cierto sabor a despedida: “Tomad y bebed. Poned sobre vosotros mi yugo, porque liviana es mi carga. Yo quiero que en mí encontréis vuestro descanso”. Dios siempre ayudando y cuidando la vida de los que de tantas formas y modos la utilizan a fuerza de tanta sangre. Sí, Dios mismo en cada rostro, en cada uno, manoteando como un hombre a punto de ahogarse, pero a la vez –sin embargo- con fuerza para impedir que esa caña cascada se rompa y se muera en su agonía. Dios mismo, permitiendo a esos hombres (o al menos disculpándolos) que conculquen, desconozcan o ignoren tantas “morales” que nosotros defendemos. Sí, Él mismo les ayuda para que vivan; así como suena: para que vivan. “Yo quiero que en mí encontréis vuestro descanso”.

Y así se dispersaron después, cada uno, por los distintos ángulos oscuros del pueblo sumido ya en noche muy profunda. Apagué lo que quedaba de la vela. La cosecha había llenado mis manos. Tendí mi estera, y en ella extendí mi  cuerpo como una alabanza al Dios de mi alegría. La rata compañera que solía mordisquear las hostias que no utilizaba, no fue capaz de distraerme de la experiencia en la que estaba sumergido, palpando al Dios que nos está cerca en la ternura blanca del beso de su paz.

(1) Fruto de un árbol que se llama huingo y que, partido a la mitad o simplemente haciéndole unos huecos y vaciándolo, sirve de recipiente.