Pablo VI, hablando de la obediencia religiosa, señala lo que podríamos llamar tres excepciones a la misma obediencia. Con lo que se advierte claramente que la autoridad del superior -sea del grado que sea- no es ilimitada y absoluta, sino que sólo puede ejercerse dentro de unos concretos límites (cf CDC, c. 617). ¿Cuáles son esas tres excepciones? “Hecha excepción -afirma Pablo VI- de una orden que fuese manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las constituciones del Instituto, o que implicase un mal grave y cierto, en cuyo caso la obligación de obedecer no existe…” (ET 28).
Parecería que, sobre todo en los dos casos primeros, se trata de algo no sólo evidente, sino también absolutamente descartado y totalmente fuera de costumbre y que, por eso mismo, resulta del todo innecesario e inútil recordarlo. Pero la verdad es que este explícito recuerdo es no sólo útil, sino también oportuno y provechoso. Porque, en más de una ocasión, se miente de hecho en el ejercicio del gobierno religioso, y se manda mentir; se cometen reales injusticias y se manda cometerlas, como no pagar el suelto debido a los empleados, o no asegurarlos, o servirse de titulaciones que no se tienen; se hacen algunas cosas, que pueden ser legales, pero que no son justas, ni, menos aún, evangélicas, como despedir a un empleado laborioso, responsable y eficaz, cuando expira su contrato, sólo para poder contratar a otro, familiar o amigo, o para conseguir algún beneficio en la seguridad social; se violan derechos humanos inalienables, etc. También, se incumplen no pocas prescripciones y directrices del derecho canónico, de los documentos del magisterio y de las propias constituciones, sobre la manera de gobernar, sobre la formación o sobre otros puntos importantes.
De este modo, se desobedece objetivamente a autoridades superiores, con lo que la respectiva autoridad, que hace todo eso, se desautoriza a sí misma. Trasladar a alguien de una comunidad a otra, o encomendarle una seria responsabilidad, sin dialogar antes con él y sin darle ninguna razón o motivo justificado para ese traslado o para ese compromiso, o dándole razones falsas para ello; no escuchar a los hermanos, ni tener suficientemente en cuenta sus posibles argumentos en contra de lo que se les propone o manda; no dejar a uno defenderse de las acusaciones, que pueden ser, incluso, calumnias, ni permitirle carearse, si es preciso, con los mismos acusadores (cf Hech 25, 16); etc.,etc., son otros tantos abusos de autoridad, que contradicen las directrices y recomendaciones de la Iglesia. Y el súbdito -el hermano o la hermana-, que sufre estos ‘atropellos’, tiene no sólo el derecho, sino también el deber de recordar a esos superiores -con respeto, a la vez que con valentía- que no están obedeciendo ellos a la Iglesia y tampoco, en definitiva, a Dios, y que, por eso, no están ejerciendo cristianamente su autoridad. Y, en caso de no verse escuchados y atendidos, recurrir a la autoridad superior, para que corrija esos abusos.
Pero hay un tercer caso, entre los señalados por Pablo VI, que merece una consideración especial: cuando de un mandato “se sigue un mal grave y cierto”. Hay que recordar que la voluntad de Dios es siempre voluntad de amor. Dios quiere siempre para nosotros el bien verdadero, es decir, lo mejor. Nunca busca sus intereses, sino los nuestros. Por eso, sólo nos manda lo que nos favorece y sólo nos prohíbe lo que nos perjudica, aunque, muchas veces, nosotros no acertemos a verlo así. Su gloria es la reverberación de su ser sobre notros. Los únicos beneficiados somos nosotros mismos.
“Los superiores tienen la misión de trasmitir a sus hermanos la voluntad divina; deben, en consecuencia, ser testigos del amor divino, porque ésta es una voluntad de amor. Pretender transmitir su voluntad sin dar a conocer el amor, sería desfigurar el rostro de Dios”1.
El bien verdadero de la persona no coincide, muchas veces, con sus gustos y, menos aún, con sus caprichos. Implica, incluso, en no pocas ocasiones, sacrificar intereses legítimos en aras de un auténtico bien superior. Por eso, la obediencia va a suponer, sin duda alguna, sacrificios verdaderos. Pero nunca puede suponer una verdadera frustración o un deterioro de la personalidad. Como dice el concilio, “la obediencia religiosa, lejos de menoscabar la dignidad de la persona humana, la lleva, por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a la madurez” (PC 14).
La autoridad religiosa -ya lo hemos dicho, citando a Pablo VI- es un servicio de amor, porque está al servicio del verdadero bien de las personas, de sus auténticos ‘intereses’, humanos y sobrenaturales. Pero no está al servicio de sus simples gustos o caprichos
Sucederá no pocas veces, sin duda, que no se acierte a ver con suficiente claridad qué es lo mejor para la persona, cuál es su verdadero bien, teniendo en cuenta, por supuesto, su personal vocación y su pertenencia a un determinado Instituto, con una misión propia en la Iglesia, con la peculiar manera de revivir el ‘anonadamiento’ de Cristo que esto implica2. Pero siempre es posible ver con absoluta claridad lo que no es un bien y, con mayor facilidad todavía, lo que es un verdadero mal para ella. Por eso, no resulta nada difícil saber, con certeza, lo que Dios no quiere, porque perjudica gravemente a la persona. A ese “mal grave y cierto” se refiere Pablo VI cuando dice que, en tal caso, “la obligación de obedecer no existe” (ET 28). Porque ‘eso’ nunca se puede mandar, al ser abiertamente contrario a la voluntad de Dios.
Con sólo evitar cuidadosamente ese “mal grave y cierto”, ya se tiene bastante garantía de acertar en la interpretación y en la transmisión de la voluntad de Dios a los hermanos.
Dios no quiere, por ejemplo, que una persona viva en permanente angustia, en una situación de agobio, de trabajo excesivo, que pone en serio peligro su equilibrio humano o su vida espiritual. Ahora bien, en la vida consagrada se dan todavía, no pocas veces, situaciones objetivas que subordinan despiadadamente -y en nombre de la obediencia evangélica- el bien verdadero de las personas -su equilibrio, su formación, su vida espiritual, su vida comunitaria- a la urgencia del trabajo, obligándoles a caer de hecho en un activismo desenfrenado. Otras veces, sin auténtico discernimiento, se encomienda a los hermanos responsabilidades para las que no están preparados, o que exceden notablemente sus cualidades. Con todo ello, se provoca no escaso sufrimiento, que termina muchas veces en frustración y hasta en desencanto para una vida consagrada que niega, en la práctica, la primacía real de la persona. Procediendo de esta manera, la autoridad se desautoriza a sí misma, porque reniega de su propia esencia. Podrá conseguir un alto rendimiento económico o laboral y alcanzar un notable grado de disciplina o de orden. Pero ha fallado en su esencial misión de hacer crecer a las personas, para que éstas sean de verdad “imagen y semejanza de Dios” (Gén 1, 27).
Es buena pedagogía, por parte del superior -en sus distintos grados-, remitirse a la conciencia de la persona, para que sea ella misma quien decida, en no pocos casos concretos, cuando no son graves y a ella sola le afectan. No se trata de que la persona interesada determine o haga simplemente lo que ‘le gusta’ o lo que ‘le venga en gana’. Porque, ni el gusto ni la gana son motivaciones suficientes para que una acción sea verdaderamente humana, ni criterios válidos para un auténtico discernimiento. Se trata, más bien, de que la persona decida y haga lo que, en conciencia, cree sinceramente que es la voluntad de Dios.
De este modo, se contribuye a que la persona adquiera un mayor grado de responsabilidad y llegue a ser más exigente consigo misma de lo que hubiera sido el superior. En cambio, cuando se trata de un asunto más serio, como un traslado o la encomienda de una misión importante, la decisión ha de tomarla el superior respectivo, después del oportuno diálogo, y no abdicar de su personal responsabilidad.
Y, en el caso de que la persona, ante Dios, crea sinceramente que, de un mandato o de una concreta situación, se sigue para ella un mal cierto y grave, como un alto riesgo para su equilibrio humano o para su vida espiritual -por ejemplo, debido a un serio peligro moral- debería bastar con que le dijera al superior respectivo que, en conciencia y ante el Señor, no puede aceptar el correspondiente mandato o tiene que dejar aquella determinada responsabilidad. Y el superior no debería ‘investigar’ más, ni presionar la con ciencia, apelando a la fe o al sacrificio de la cruz. Los dos -superior y súbdito- obedecen a Dios, que es el verdadero término de toda verdadera obediencia cristiana. Ya que, en ese caso extremo, cobra plena validez la ya citada afirmación del Cardenal Newman: “La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo" (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1778).
- J. Galot, S. I., La superiora religiosa según el concilio, Bilbao, 1968, p. 34.
- Cf S. Mª Alonso, C.M.F., La autoridad religiosa, en “Amistad y consagración en la vida religiosa”, Madrid, 2001, 4ª ed., pp. 137-138.