Extremos

17 de diciembre de 2008

    Hace días escribía en otro lugar acerca de la gente que está de vuelta sin haber ido en cuestión de religión. Me refería con ello especialmente a las generaciones más jóvenes, cuando tienen una opinión crítica no fundamentada; cuando atacan estereotipos que no han experimentado; cuando se han formado un juicio sobre la Iglesia que es, en realidad, prejuicio.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

Entre los ecos recibidos al hilo de esa reflexión, varios iban en la misma línea, y creo que son acertados: no hay que olvidar a quienes también están de vuelta sin haber ido, pero en la dirección contraria. Es decir, aquellas personas de Iglesia que parecen saberlo todo, que tienen una opinión intransigente, un juicio sumarísimo sobre quienes plantean alguna reserva, alguna incomodidad o alguna duda, aquellas personas —muchos de ellos sorprendentemente jóvenes— que parecen tener todo tan claro que te dejan entre perplejo e incómodo, no porque intuyas verdad en sus palabras, sino porque intuyes desprecio —y eso no puede ser de Dios—.

Conozco bastantes personas que dan este perfil, y si soy sincero, me llevan a sospechar de su seguridad. Porque no les ves transmitir la alegría del Evangelio, sino una exigencia amarga. No ves que las palabras sean puentes, ni invitaciones al encuentro, sino más bien muros y descalificaciones a quien reza distinto, a quien celebra distinto, a quien busca, a quien acepta que nadie tiene toda la verdad en la mano… Y a menudo lo que terminas viendo es mucho sufrimiento innecesario, mucha visceralidad hiriente y mucha crítica estéril.

Estamos en Adviento. Tiempo de esperanza y deseo. Pues bien, aquí va el mío. Espero que en esta Iglesia nuestra sepamos hallar espacios de encuentro y escucha, de diálogo y pregunta. Desde una tierra de nadie que es tierra de tantos.