El poder de una cláusula subordinada, un matiz en una frase… y todo adquiere un significado diferente.
Ese es el caso que se da en una reciente novela, brillante pero provocativa, The ninth hour (“La hora nona”), de Nina McDermott. Cuenta una historia que, entre otras cosas, se centra en un grupo de monjas de Brooklyn que trabajan con los pobres. Los tiempos son duros, la gente está necesitada, y las monjas, que trabajan principalmente en el cuidado de la casa en favor de los pobres, se muestran totalmente ajenas a intereses personales en su dedicación. Nada -según parece- puede apartarlas de su misión de entregar su todo, cada onza de su energía, para ayudar a los pobres. Y en esta línea, McDermott les reconoce lo que se les debe. Igualmente, para alguien familiarizado con lo que se vive en una comunidad religiosa, el retrato que McDermott hace de estas monjas es a la vez detallado y preciso. No todas monjas son del mismo estilo. Cada una tiene su propia y única historia, temperamento y personalidad. Algunas son maravillosamente cercanas y bondadosas; otras alimentan sus propias heridas y no siempre son claros paradigmas del amor y misericordia de Dios. Y ese es el caso de las monjas que describe aquí McDermott. Pero, rasgos de personalidad individual aparte, como comunidad, las monjas que ella describe sirven a los pobres, y su total testimonio está más allá de cualquier reproche.
Pero entonces, después de contar esta historia de fe y dedicación, y de reflexionar sobre cómo hoy existen pequeños grupos de monjas que aún viven tan radicalmente un compromiso, McDermott, por la voz de su narrador, introduce la cláusula subordinada subversiva: “Las santas monjas que navegaban por la casa cuando éramos jóvenes eran una raza a extinguir aun entonces. … La llamada a la santidad y al auto-sacrificio, el engaño y superstición que ello requirió, desapareció del mundo incluso entonces”.
¡Uau! El engaño y la superstición que ello requirió. Como si esta especie de radical auto-sacrificio pueda ser sólo el producto de un falso temor. Como si todas generaciones de auto-sacrificio cristiano, celibato votado y entera dedicación de pensamiento puedan ser desechadas, a posteriori, como afirmadas finalmente en engaño y superstición.
¿Qué hay de verdad en eso?
Crecí en el mundo que McDermott describe, donde las monjas eran así y donde una poderosa forma común de vida católica las mantenía y declaraba que lo que ellas estaban haciendo no era más que engaño y superstición. Se admite que eran otros tiempos, y mucho de esa común forma de vivir no ha soportado la prueba del tiempo, y verdaderamente una gran parte ha sucumbido al crudo poder de la secularidad. Y así, McDermott tiene razón, parcialmente. Algo de esa abnegación se basó sobre un insano temor del fuego del infierno y de la ira de Dios. Hasta cierto punto también se basó sobre una noción de fe que creía que Dios no quiere de hecho que prosperemos mucho aquí en la tierra sino que nuestras vidas deben ser principalmente una sombría preparación para el otro mundo. Quizás esto no es exactamente engaño y superstición, sino que es mala teología, y ello ayudó a suscribir algo de la vida religiosa en el mundo que McDermott describe y en el mundo católico de mi juventud.
Pero había también algo más que aseguraba esta común forma de vivir, y yo lo inhalé profundamente en mi juventud y de un modo que grabó a fuego mi alma para bien, como ninguna otra cosa he respirado nunca en este mundo. A pesar de algunos falsos temores, había dentro de eso una fe bíblica, un crudo mandato, que enseñaba que tu propio confort, tus propios deseos e incluso tus propios anhelos legítimos por la prosperidad humana, la sexualidad, el matrimonio, los hijos, la libertad y tener lo que todos los demás tienen, están sujetos a un proyecto más alto, y tal vez te pidan que los sacrifiques todos, tus legítimos anhelos, para servir a Dios y a otros. Era una fe que creía que nacías con una vocación dada por Dios y que tu vida no era tuya propia.
Vi esto primeramente en mis propios padres, que creían que la fe hacía esas demandas sobre ellos, que aceptaron eso y que consecuentemente tenían la autoridad moral para pedir esto de otros. Vi esto también en las monjas ursulinas que me instruyeron en la escuela, mujeres con toda su roja sangre corriendo por sus venas pero que sacrificaron estos anhelos para llegar a las escuelas públicas de nuestras remotas áreas rurales y educarnos. Lo vi también en la pequeña comunidad de la pradera que me crió en mi juventud, una total comunidad que, en conjunto, vivió siempre esta abnegación.
Hoy vivo en un mundo que valora la sofisticación sobre todo lo demás, pero donde como sociedad total ya no estamos seguros de lo que son “noticias falsas” como opuestas a aquello en lo que creemos y confiamos. En este mundo inestable, la fe de mi juventud, de mis padres, de las monjas que sacrificaron sus sueños para educarme y de las monjas a las que Nina McDermott describe en The ninth hour, puede tener mucha apariencia de engaño y superstición. A veces, es engaño, se admite; pero otras veces no lo es; y, en mi caso, la fe que mis padres me dieron, con su creencia de que tu vida y tu sexualidad no son tuyas propias, es -según creo yo- la cosa más verdadera y no-supersticiosa de todo.