(El autor, P. Rolheiser, nos desvela su veneración por su padre)
Mi padre murió cuando yo tenía veintitrés años; yo entonces era seminarista, inmaduro todavía, aprendiendo aún las malicias la vida. A cualquier edad es duro perder a tu padre, pero mi pena aumentó por el hecho de que justamente había yo comenzado a apreciarle.
Sólo un poco más tarde me di cuenta realmente de que ya no le necesitaba, aunque todavía buscaba con vehemencia su presencia. Lo que él tenía que darme, ya me lo había dado.
Él me bendijo, y esa su bendición contenía lo que él realmente era y, básicamente, lo que para mí representaba el don de su vida.
Sabía yo que gozaba de su bendición. Mi estilo de vida y la dirección por la que yo había optado (ser religioso y sacerdote) le complacían; más, le enorgullecían. Como la voz de Dios en el bautismo de su hijo Jesús, su voz ya me había comunicado explícitamente: Tú eres mi hijo en quien me complazco. ¿Qué más puede uno pedir de su propio padre?
¿Y qué me legó mi padre a mí, y al resto de su prole, a mis hermanos? Demasiado, imposible mencionarlo todo; pero, entre otras cosas: Él era una de las personas realmente más íntegras y virtuosas que jamás he conocido, sin permitirse a sí mismo la más mínima transigencia moral. No era el tipo de hombre que aceptara el rollo de que sencillamente somos humanos y, por tanto, no está mal permitirnos de cuando en cuando algunas excepciones. Solía decirnos con énfasis: “Cualquiera puede mostrarme humanidad; pero necesito a alguien que me muestre divinidad”. Su expectación era que tú no fallaras, que estuvieras a la altura de lo que pedían de ti la fe y la moral; que no pusieras excusas. Si algo inhalamos y asimilamos nosotros, su familia, de su presencia entre nosotros fue su robustez moral, rayana en tozudez.
Además de esto, poseía una cordura y sensatez firmes y constantes, casi patológicas. No se dejaba llevar de arrebatos histéricos o psicóticos, ni de depresiones, ni de falta de coherencia; ni teníamos que adivinar qué talante tenía su espíritu y su psique en un día concreto. Con esa firmeza, junto con la presencia de apoyo de mi madre, creó para nosotros un hogar que fue siempre como una crisálida segura, algunas veces lugar aburrido, pero siempre lugar fuera de peligro, siempre a salvo. Cuando pienso en el hogar en que crecí, pienso en un refugio seguro desde donde podías percibir las tormentas en el exterior desde un lugar lleno de afecto y seguridad.
Y, ya que éramos una familia numerosa y el amor y la atención de mi padre tenía que ser compartido con muchos hermanos, nunca concebí a mi padre exclusivamente como “mi” padre, sino siempre como “nuestro” padre. Esto me ha ayudado, quizás más que nada, a comprender el primer reto en la Oración del Señor -el Padrenuestro-, a saber, que Dios es “nuestro” Padre. Dios es un Padre que comparto con otros, no un ser de mi propiedad exclusiva. Además, su familia se extendía más allá de sus propios hijos. Aprendí pronto a no tomar a mal el hecho de que él no pudiera estar siempre con nosotros, que tenía buenas razones para estar en alguna otra parte: trabajo, comunidad, iglesia, hospital, juntas escolares, participación ciudadana y compromisos políticos. Él era un hombre respetable, abierto a una familia más extensa que la nuestra propia.
Finalmente, en gran parte, me bendijo a mí y a mis hermanos y hermanas con afición y amor por el béisbol. Él dirigió y entrenó bastantes años un equipo local de béisbol. Esto era su peculiar válvula de escape, un lugar donde su espíritu podía gozar un cierto “descanso sabático”.
Pero las bendiciones nunca vienen cien por cien puras; mi padre era humano, y la mayor fortaleza de un hombre es a la vez su mayor debilidad. En toda esa fibra moral y toda esa cordura, sólida como una roca, había también una reticencia o desconfianza que algunas veces no le permitían empaparse y gozar plenamente de la exuberancia de la vida. Cada hijo observa cómo baila su padre e inconscientemente le cala y evalúa con respecto a ciertos puntos: como indecisión, fluidez, flexibilidad, abandono, exhibicionismo, falsa clasificación de la sensatez o del buen juicio, irresponsabilidad. Mi padre nunca tuvo mucha soltura bailando, y yo lo heredé; algo que me molesta profundamente. Había ocasiones, tanto siendo niño como adulto, en que, en un momento dado, hubiera yo cambiado a mi padre por un papá que luciera un paso de baile más suelto; por alguien con menos desconfianza y menos reservas frente a la exuberancia de la vida.
Y en esto precisamente consiste, al menos en parte, mi forcejeo personal para recibir su bendición plena. Me acuerdo con frecuencia de la famosa frase de William Blake en “Dolor de un Bebé”: “Luchando en las manos de mi padre”. Para mí, eso significa lidiar a veces con su incapacidad de relajarse y gozar del regalo pleno de la vida.
Pero, si acaso había en él indecisión, no había de ningún modo irresponsabilidad en su baile, aun cuando a veces eso supusiera salirse del ruedo y quedarse fuera.
En su funeral me sentí muy triste y apenado, pero también me sentí muy orgulloso; orgulloso por el respeto que todos le rindieron, y por la forma cómo vivió su vida. Aquel día nadie juzgó ni condenó su reticencia.
El 5 de enero de este año, mis días en este mundo comenzaron a superar a los de mi padre. Soy ya más viejo que él en este mundo. Pero aún vivo arropado por su bendición; consciente o inconscientemente sigo esforzándome por dar la talla y estar a su altura, para rendir honor a lo que él me dio – mi padre. Y normalmente eso es bueno, aunque yo también tengo momentos en los que me encuentro fuera de la exuberancia de la vida, con reservas y desconfianza -su mirada en mi rostro-, observando con envidia a otros que gozan de un paso de baile más fluido y suelto – yo, siempre hijo de mi padre.