“La mayor desgracia de este mundo no es
que haya impíos, sino que nosotros
seamos unos cristianos tan mediocres”
Querido Georges:
¿Es verdad que fuiste un profeta? Para Charles Moeller, tu voz produce “la impresión casi física de la presencia de lo sobrenatural”. Y un teólogo de la talla de Urs von Balthasar habla de la “terrible seriedad” de tus escritos políticos-culturales; afirma incluso que la expresión pascaliana “Jesús está en agonía hasta el fin del mundo” constituye el sustrato mismo de tu obra. También te han llamado “profeta de la alegría” y “profeta de las bienaventuranzas”.
Quienes se adentran como tú en las raíces de la gracia y el pecado, la salvación y la condenación, el bien y el mal siempre en lucha, suelen sorprender porque no buscan el brillo sino la verdad desnuda, y su mensaje logra a veces vibraciones tan potentes como el estallido de un polvorín. Sobre todo cuando Satanás se disfraza de ángel de luz y Dios se revela en el mal transformándolo. ¿No es cierto, además, que tú muestras siempre el mal y el bien a través del hombre, introduciéndonos así en el misterio de la conciencia humana y en el nudo del gran drama cósmico?
Conmueve -y hace sonreír- verte de niño reuniendo tus pequeños ahorros para encargar misas por el alma de Judas. Al sacerdote, claro, se lo decías de otro modo, pero ¿cómo sufrir que un viejo amigo de Jesús pueda ser condenado para siempre? A tus 11 años, en tu primera comunión, una ráfaga de luz te permite vislumbrar que es preciso tomarse en serio la vida y, por tanto, la muerte. Siete años después reconocerás, evocando ese momento, que “la vida, incluso aureolada de gloria, es algo vacío e insípido cuando no se introduce en ella, siempre, absolutamente, a Dios”.
Vives y provocas el vértigo de los abismos: la Cruz y la Alegría. La Cruz que va mucho más allá del dolor físico y que en su expresión última llega al borde de la desesperación. ‘La tentation du désespoir’ se titula la primera parte de tu novela Bajo el sol de satán; es la noche que atraviesan los santos. Ante la contemplación de ese abismo, qué fácil resulta desertar y retirarse a una vida cómoda. El miedo paraliza o fuerza a huir cuando se tiene la impresión de que una cordillera se inclina hacia ti y está a punto de aplastarte. ¡Es tan humano! En Diálogos de Carmelitas Blanca de la Force no quiere morir a golpe de guillotina. Había entrado en el convento por miedo a la vida. Y es el miedo a la muerte, miedo contemplado con los ojos de Cristo, el que la hace avanzar hacia el martirio cantando con voz clara y resuelta cuando todas sus hermanas acaban de vivir ese trance. Tu obra La Alegría ya había reflejado en pocas palabras ese proceso interior: “Ved cómo, en cierto sentido, el Miedo, es, en definitiva, hijo de Dios, rescatado en la noche del Viernes Santo”.
Pero qué responsabilidad para quien ha visto un día la luz sin hacer nada, absolutamente nada, por merecerla. No olvido tus palabras: “La mayor desgracia de este mundo no es que haya impíos, sino que nosotros seamos unos cristianos tan mediocres”; o también: “Digo que el estado actual del mundo es una vergüenza para los cristianos!”.
En cambio, quienes resisten a esa tentación, los santos, es decir, los pobres, los pequeños, los crucificados, terminarán mostrando el rostro de la verdadera alegría. Si ellos faltaran, lo dices con una fuerza impresionante, por cada pobre menos, tendríamos cien monstruos y por cada santo menos, cien mil. Viéndolo por el lado positivo subrayas: “en cada cosa pequeña hay un ángel” y “las cosas pequeñas parece que son nada, pero dan la paz”. ¿Se puede ir más lejos en esta dirección? Tal vez aludiendo a la pequeñez de una esclava, que al mismo tiempo es madre de Dios, y de quien dices bellamente: “La Virgen Santa no ha tenido triunfos ni milagros. Su Hijo no permitió que la gloria humana la rozara siquiera”.
El bien frente al mal. Hay que elegir y ahí es donde uno se juega todo. Con plena consciencia de lo que significa el don de la libertad, como oportunidad y como riesgo: “Se ama la libertad como se ama y se necesita el aire, el pan y el amor”. Por eso insistes en que “no se puede mirar cara a cara al mal sin rezar”. Y por eso valoras tanto permanecer en la comunidad de Jesús que es la Iglesia. Conmueve oírtelo: “Yo no sabría vivir cinco minutos fuera de la Iglesia. Si me expulsaran de ella, yo volvería a entrar con los pies desnudos, vestido de saco, con una cuerda al cuello, en las condiciones que se me quieran imponer, todas me darían igual. Privado de fe no podría vivir un minuto. Sin ella yo no viviría más que un pez fuera del agua”.
Quizá por eso mismo, necesitabas reflejar este pequeño gran mundo en la figura de un curita joven, lúcido, lleno de amor evangélico, con un alma gemela a la del cura de Ars, débil pero fiel. El Diario de un Cura rural es más que una novela. Lo dijiste tú mismo: “Si el Diario se me presenta en el día del Juicio, no osaré decirle a la cara: No te conozco, porque sé muy bien que tiene una parte de mi secreto”. De todas formas, como no podía ser menos, sólo en Cristo descubres la clave de todo. Por eso tu gran frustración será morir sin haber escrito tu soñada Vida de Cristo. Esa Vida que desde hacía años iba gestándose en tu interior como un hijo se forma y crece en el seno de la madre.
Querido Georges, cada día son más los que reconocen que efectivamente fuiste profeta.