sobre todo para quien no tiene ninguna”
Querido Gilbert Keith:
Hay que reconocer que fuiste un tipo fuera de lo normal. Tu metro noventa y tres y tus 135 kilos de peso dieron pie a que alguien te apellidara cariñosamente mamut y elefante. Pero también te describieron como «una casa enorme y muy cómoda, con grandes ventanas que dejaban entrar la luz del día». Esta última pincelada refleja ya tu mundo interior.
Eres admirado como escritor, poeta, autor de teatro, novelista, filósofo, teólogo… Tu biografía de Tomás de Aquino es el mejor libro que se ha escrito sobre santo Tomás, sin comparación posible. (Perdóname: ese juicio lo he encontrado literalmente en el filósofo Etienne Gilson, uno de los mejores especialistas en santo Tomás). El mismo historiador de la filosofía cristiana te había calificado como uno de los pensadores más profundos de todos los tiempos. Se entiende ahora que el célebre G.B. Shaw, tu adversario intelectual y cordial amigo, te llamara, cuando ya no podías oírle, «genio colosal». Genio en el pensamiento e ingenio en el modo de expresarlo; como cuando dices: “Las ideas son peligrosas, sobre todo para quien no tiene ninguna”.
Si lees esto, con tu vista miope y tu insustituible binóculo, te bastará una fracción de segundo para salir con una ocurrencia inesperada. Y acaso recuerdes el informe que a tus trece años mereciste de algunos de tus maestros: «Tiene una habilidad inconcebible para olvidarse de todo en un plazo mínimo». Y también: «¿Sabe una cosa, Chesterton? Si pudiéramos abrirle la cabeza no encontraríamos el cerebro sino un trozo de manteca».
La gente se asusta al conocer que escribiste un centenar de libros y participaste en otros doscientos; que publicaste cuatro mil ensayos en diarios, cientos de poemas y un número incontable de columnas periodísticas. Aunque lo que te hizo más simpático fueron tus geniales caricaturas. Digo caricaturas en la primera acepción del término, porque te encantaba dibujar y reírte de ti mismo en tus dibujos; pero también sabías tomarte a broma en tus descripciones. Así por ejemplo, sabiéndote un hombre de peso, alababas con humor la generosa cortesía que te había llevado a ceder tu asiento en el metro a tres señoras; o advertías en una conferencia a tus regocijados oyentes: “No soy tan gordo como parezco, es que me ven ustedes amplificado por el micrófono”. Por eso, uno de los títulos que podrías ostentar con pleno derecho es el de apóstol del buen humor, escrito, gráfico y escenificado. Y es que supiste poner tu fulgurante ingenio al servicio de la mejor causa: hacer la vida más sana, más sonriente y divertida a los que tenían fe. Siempre, eso sí, desde un principio intocable: matar la estupidez sin destrozar a las personas.
Me entero de que, gracias a tu original combinación de la lógica con la risa, muchos lograron desembarazarse del agnosticismo y del ateísmo: C.S. Lewis, Evelyn Waugh, Graham Greene o Sir Alec Guinness son sólo algunos ejemplos. Y es que eras tan divertido en la forma como serio en el fondo. Lo dijiste una vez: “Divertido no es lo contrario de serio; divertido es lo contrario de aburrido y de nada más”.
Tus paradojas no se quedaban en juegos de palabras. A veces comenzaban haciendo sonreír, pero luego hacían pensar. Decías, por ejemplo: “La Iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, pero no la cabeza”. O realizabas el milagro de desconcertar al lector descubriendo la obviedad de lo nuevo o la novedad de lo obvio. “Yo soy -dijiste una vez- el hombre que con suprema osadía descubrió lo que ya estaba descubierto”. Basta ojear tus escritos para confirmarlo a cada paso. Por eso –aunque no sólo- algunos te han llamado malabarista de las ideas. Tus mismas novelas son más un escaparate de ideas constructivas que un espectáculo para la diversión. En el Padre Brown, tan celebrado, ni siquiera ejerces como fabulador sino como retratista de lujo. Llamas Brown a John O’Connor, y aprovechas para hablar del evangelio al relatar la vida del entrañable párroco de Blasford, hombre culto, traductor de Horacio y de Paul Claudel, de fino ingenio y sacerdote de una bondad envidiable, de quien conservas una gratitud y admiración crecientes desde el día en que había derramado sobre tu cabeza las aguas bautismales.
Podrían escribirse libros de sentencias tuyas espigadas de tus escritos: “Quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen”. “Nosotros realmente no queremos una religión que tenga razón cuando nosotros tenemos razón. Lo que nosotros queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros estamos equivocados”. “La mediocridad, posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta”. “El optimista cree en los demás y el pesimista sólo cree en sí mismo”. “Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que se lo creen todo”. Y un etcétera interminable.
Tus amigos incrédulos valoraban esa mezcla de humor, de sentido común y de capacidad de análisis que les iba liberando de muchos prejuicios. Claro que hablabas siempre desde una experiencia acumulada en tu largo y duro camino hacia la Iglesia, en la que entraste por el bautismo en 1922, catorce años antes de tu muerte. Por eso eras tan creíble al confesar: «En cuanto el hombre deja de estirar el hilo en contra de la Iglesia católica, nota un tirón hacia ella». No es de extrañar que Frances, tu mujer, y Dorothy, tu secretaria -verdadera hija-, siguieran luego el mismo camino. Y es explicable que el Papa se hiciera presente en tus exequias con un cariñoso telegrama. Más aún, que un grupo de políticos y diplomáticos, incluido un arzobispo, escribiera desde Argentina al cardenal Hume solicitando que se iniciara tu proceso de canonización. Ha habido otras peticiones, como es sabido. Pagaría tu peso en oro por conocer tu reacción a esta propuesta.