Existe hoy una cierta tensión entre los cristianos: por una parte, aquellos que extenderían la misericordia de Dios por todas partes, aparentemente sin condiciones; y por otra, los que son más reticentes y discriminadores en dispensarla. La tensión brota lo más claramente en nuestros debates respecto a los que pueden recibir los sacramentos: ¿A quién se debe permitir recibir la Eucaristía? ¿A quién se debe permitir casarse por la iglesia? ¿A quién se debe permitir un funeral cristiano? ¿Cuándo debe un sacerdote negar la absolución en la confesión?
Sin embargo, esta tensión abarca mucho más que a quién se debe permitir la recepción de ciertos sacramentos. En definitiva, se trata de cómo entendemos la gracia y la misericordia de Dios. Un claro ejemplo de esto es hoy la creciente oposición que vemos en ciertos sectores a la persona y cercanía del papa Francisco. Para sus críticos, Francisco es blando y transigente. Para ellos, está dispensando gracia barata, haciendo a Dios y su misericordia tan accesibles como el más cercano grifo de agua. El abrazo de Dios para todos. No se pide ninguna condición. No se exige ningún arrepentimiento previo. Ninguna demanda de que primero haya un cambio en la vida de la persona. Gracia para todos. Sin ningún coste.
¿Qué hay que decir sobre esto? Si dispensamos la gracia y la misericordia de Dios tan indiscriminadamente, ¿no despoja esto al Cristianismo de mucha de su sal y levadura? ¿Podemos simplemente acoger y bendecir a todos sin condiciones morales? ¿No está destinado el Evangelio a la confrontación?
Bueno, la misma frase gracia barata es un oxímoron. No hay semejante cosa como la gracia barata. Toda gracia, por definición, es inmerecida, exactamente como toda gracia, por definición, se abstiene de pedir ciertas precondiciones que deben cumplirse en orden a ser ofrecida y recibida. La esencia misma de la gracia resulta que es un don, gratuito, inmerecido. Y, aunque por su naturaleza misma la gracia evoca con frecuencia una respuesta de amor y un cambio del corazón, no los demanda por sí misma.
No hay ejemplo más convincente de esto que la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo y cómo ilustra la manera como la gracia se encuentra con la rebeldía. Conocemos la historia. El hijo pródigo abandona y rechaza a su padre, toma su herencia que no ha ganado, se marcha a un país extranjero (un lugar lejos de su padre) y derrocha el dinero en la búsqueda de placer. Cuando ha gastado todo, decide retornar a su padre, no porque súbitamente haya recuperado su amor por él, sino, aún egoísta, porque está hambriento. Y, ya sabemos lo que sucede. Cuando está aún lejos de la casa de su padre, este (sin duda suspirando por su retorno) corre a encontrarse con él y, antes de que su hijo tenga si quiera una oportunidad de pedir perdón, lo abraza incondicionalmente, lo vuelve a su casa y prepara una celebración especial para él. ¡Hablad sobre la gracia barata!
Observad a quiénes se contó esta parábola. Fue dirigida a un grupo de personas religiosas sinceras que estaban contrariadas precisamente porque sentían que al acoger y comer con pecadores (sin demandar primeramente precondiciones morales) Jesús estaba abaratando la gracia, haciendo demasiado accesibles el amor y la misericordia de Dios, por consiguiente menos valiosos. Observad también la reacción de muchos de los contemporáneos de Jesús cuando lo vieron comiendo con pecadores. Por ejemplo, cuando comió con Zaqueo, el recaudador de impuestos, los Evangelios nos dicen: “Todos los que lo vieron empezaron a murmurar”. Es interesante ver cómo persiste ese descontento.
¿Por qué? ¿Por qué esta ansiedad? ¿Qué sustenta nuestra “queja”? ¿El interés por la religión verdadera? Ciertamente no. Una raíz más profunda de esta ansiedad no es religiosa sino enraizada más bien en nuestra naturaleza y en nuestras heridas. Nuestra resistencia al don gratuito, a la cruda gratuidad, al amor incondicional, a la gracia inmerecida, proviene más bien de algo que hay en nuestro instintivo ADN que está endurecido por nuestras heridas. Una combinación de naturaleza y herida imprime en nosotros la creencia de que cualquier don, sobre todo el amor y el perdón, necesita ser merecido. ¡En esta vida no hay comida gratuita! ¡En la religión no hay gracia gratuita! Una conspiración entre nuestra naturaleza y nuestras heridas queda por siempre recordándonos que no somos merecedores de amor y que el amor debe ser merecido; no puede ser gratuito porque somos indignos.
Superar esa voz interior que está perpetuamente recordándonos que no somos merecedores de amor, es -creo yo- la mayor lucha (psicológica y espiritual) en nuestras vidas. Además, no os dejéis engañar por las protestas al contrario. La gente que irradia locuazmente lo dignos de amor que son y hacen protestas en ese sentido, en su mayoría están tratando de guardar a raya ese temor.
San Pablo escribió su Epístola a los Romanos como su mensaje postrero. Dedica sus siete primeros capítulos a afirmar simplemente una y otra vez que no podemos enderezar nuestras vidas. Somos moralmente incapaces. Con todo, su repetido énfasis de que no podemos enderezar nuestras vidas es de hecho una llamada de atención para lo que quiere dejarnos, a saber, no tenemos que enderezar nuestras vidas. Somos amados a pesar de nuestro pecado y nos dan todo libre de pago, gratuitamente, al margen de cualquier mérito por nuestra parte.
Nuestro desasosiego con la gracia inmerecida está enraizada más en una inseguridad humana que en cualquier genuino asunto religioso.