No sé si soy un cura “conciliar”, pero sí que, por escueto tiempo biográfico, soy un cura “del Concilio” Fue la primera hornada de curas, ya acabado el Vaticano II. El día de mi ordenación presbiteral comenzó a no ser obligatorio, en España, el hábito talar, aunque me ordené vistiendo sotana y luciendo la tonsura.
Fueron comienzos de mucha euforia, de muchos sueños eclesiales. También llegó pronto el número grande de los que se quedaban en el camino y el tener que reconocer los disparates que, acaso de buenísima fe, ensombrecieron la renovación. En España coincidía este tiempo con los últimos estertores del régimen de Franco.
Espiritualidad
Nuestra espiritualidad quedó marcada por los acontecimientos. Desde el “gozo de sentirse llamados” (Optatam Totius), poníamos de relieve el sentirnos ungidos, enviados para anunciar la Buena Noticia. Lo que habíamos resumido como “vida interior” quedaba un tanto en penumbra. La Eucaristía era mirada, bajo la luz de la entrega de la vida y en el gozo festivo de sentarse con los hermanos a la mesa; el sentido sacrificial, el sentido de adoración, no estaba tan presente. Se agigantó la importancia del servicio de la Palabra: Claret era el modelo sin par. La misma devoción a María ha ido pasando desde el fervor filial y piadoso: era “La Madre”, a incorporar una visión teológica de la Lumen Gentium: “en el misterio de cristo y de la Iglesia”. Luego vino la dimensión misionera de María: guarda la Palabra y es formadora de apóstoles; para acabar en la mujer del Apocalipsis y del Magníficat: madre de la liberación. Siempre incluyendo.
Tentaciones
Con frecuencia, aparecían las nubes en el cielo, los momentos oscuros, la tentación siempre al acecho. Por ejemplo, el desánimo por el fruto menguado en el ministerio, por creer que el reloj de Iglesia no está sincronizado con la historia de los hombres, porque los sueños del Concilio se tornaron en miedos. No ha faltado la soberbia, que no comprende debilidades o ignorancias, o la impaciencia que no respeta los ritmos del grano de mostaza. Y todo, porque la experiencia de Dios, las ganas de orar, la mística o la contemplación no han sido lo profundas y recias que a un presbítero se le exige. Cierto es que la herida de estas tentaciones quedaba aliviada con la cercanía fraterna de la gente a la que queremos servir. Sentirse querido, más de lo que se merece, es una fuerza saludable.
Deseos
En este año jubilar sacerdotal, quisiera hacer los mejores propósitos para una vida ministerial.
Ante todo, ser y sentirme discípulo de Jesús, enviado a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Sólo a Jesús anunciar. Lejos de todo clericalismo pringoso y de todo secularismo infecundo. No puedo ser testigo de lo que no he vivido. En la esperanza de que lleguen las virtudes apostólicas que nos marca el Fundador, S. Antonio María Claret: la caridad, la humildad, la paciencia y la mansedumbre.
Quisiera cumplir bien con mi obligación de educar en la fe. No pretendo “estar a la altura” en teología. Sí quisiera estar vigilante para saber presentar el misterio divino con la dignidad y belleza que merecen las cosas de Dios.
Finalmente, pido a Dios ser un hombre eclesial por los cuatro costados; querer a la Iglesia, aunque, a veces, haya que purificar la mirada. Para ello, cultivar en todos el sentido católico y universal, las ansias de comunión, la fraterna igualdad de los bautizados. Es decir, ser un cura de síntesis: de espíritu y de compromiso, de tradición y de mirada hacia adelante, de Dios y del mundo. Me gusta escuchar al Papa Pablo VI, en cuyo aniversario de la muerte, escribo: “Amé a la Iglesia, y quiero que el mundo lo sepa”.
Conrado Bueno Bueno, cmf.