Escrito por Jesús de las Heras Muela – Director de ECCLESIA
De Getsemaní a la Cruz transfigurada
La Semana Santa adquiere su mayor densidad y dramatismo a partir de Getsemaní. En el monte de los olivos, en el lagar del aceite, Jesús vive sus más angustiosas y angustiadas horas. La oscuridad de la noche de la primera luna llena de primavera hace presagiar la tragedia. Pero la cruz será la luz.Image
La noche dará paso al día. Es la pasión, la pascua, el paso del Dios del amor. «Nadie tiene amor más grande que el da la vida por sus amigos». «Vosotros sois mis amigos». Getsemaní no tiene una celebración litúrgica propia, exclusiva, común, aun cuando quien no vive Getsemaní difícilmente puede recorrer el Vía Crucis, ascender al Calvario y descubrir su cruz y su gloria.
Quizás por ello, quizás porque la liturgia no propone una única y homologada celebración de Getsemaní, la religiosidad popular ha hecho de esta noche «la madrugá», ha unido y prolongado la noche con el día mediante tantas procesiones, actos y ritos. Y lo mismo ocurrirá con la mañana del Viernes Santo. Es tiempo para la plegaria, para las procesiones, para el ejercicio del Vía Crucis, para la preparación de la Hora de Nona, la hora más esperada de toda la historia cuando Jesucristo ofrezca su cuerpo lacerado y su alma entregada y la muerte sea vencida en prenda inmediata de resurrección, como el grano de trigo que solo enterrado en la tierra puede convertirse en el grano de oro.
El único día sin Eucaristía
El Viernes Santo es el único día del año sin Eucaristía. Aquel día, aquel 14 de Nisán, la Eucaristía -instituida, por otro lado, el día anterior- era más que nunca ofrenda, sacrificio y banquete: Jesús mismo se ofrecía en el ara del Calvario, en el ara de la cruz.
Por esto, la liturgia del Viernes Santo imposibilita la celebración eucarística y a cambio propone una intensa, sentida, dolorida y esperanzada celebración de la Pasión y Muerte del Señor.
Todo es distinto en sus rituales, ceremonias y desarrollo. Incluso su hora ideal de celebración es lo más próxima posible a la Hora de Nona (15 horas, horario solar). El altar ha de estar desnudo, las luces apagadas, sin cruz, sin candelabros, sin manteles. La celebración comienza en silencio -un silencio que hasta se «escucha»- y el sacerdote no besa el altar sino que se postra rostro en tierra mientras él y la asamblea oran en silencio. Viste casulla roja, hoy más que nunca color de pasión y de martirio.
La celebración comienza con una oración -se puede elegir entre dos- y sigue con la liturgia de la Palabra. En la primera lectura, Isaías nos profetiza sobre el Siervo de Yahvé, desfigurado, sin rostro humano, acosado y acorralado, como oveja llevada al matadero. Repleto de cicatrices:»sus cicatrices nos han curado».
El elocuente silencio de la cruz
El texto evangélico es la pasión según San Juan, también leída por tres personas. Impresiona el silencio y la dignidad de Jesucristo. Sigue la homilía, necesariamente breve, compungida y enjundiosa. No hay preces, sí hay la llamada Oración universal, dividida en dos partes: la monición y la plegaria. Se pide por la Iglesia, el Papa, los ministros sagrados y los fieles, los catecúmenos, la unidad de los cristianos, el pueblo judío, lo no cristianos, los no creyentes, los gobernantes y los atribulados.
Tras la oración universal concluye la primera parte de la liturgia del Viernes Santo. La segunda es la Adoración de la Santa Cruz. Por tres veces se muestra a Cristo crucificado, progresivamente desvelado. «Mirad el árbol de la cruz donde estuvo colgada la salvación del mundo. /Venid a adorarlo».
El pueblo fiel se acercar a besar la cruz mientras vuelve el cántico a la celebración. «Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero». «¡Victoria, tú reinarás. Oh cruz, tú nos salvarás!”.
La distribución de la sagrada comunión es la tercera y última parte de esta liturgia severa, serena y condolida. Tras ella, de nuevo, el silencio. Hemos celebrado la muerte de Cristo. Ahora corresponde acompañarlo en su sepulcro. A El y a María, su Madre, la Madre del Ajusticiado, la Dolorosa, la Virgen de la Soledad. Y con el silencio, aparece, de nuevo, la religiosidad popular, que se torna esplendorosa en la segunda parte del Viernes Santo.
Del silencio al Aleluya
Durante todo el Sábado Santo hasta la más última hora posible de la tarde no puede haber celebración litúrgica alguna. La Iglesia guarda duelo. La Iglesia aguarda y espera.
Toda la liturgia, espiritualidad y acción pastoral de la Cuaresma y de la Semana Santa se encamina, aguarda -sí- y espera a la gran Noche que será ya el gran Día para siempre, el Día de los Días. Y por ello, también en esta celebración todo será distinto, hermoso, brillante, alegre. Es la Vigilia Pascual.
La primera parte de la Vigilia Pascual se llama Lucernario. En el atrio del templo, en torno a una hoguera, se bendice el fuego, se prepara el cirio, se entona el pregón pascual y de las sombras primeras surge la gran luz: el cirio es imagen de Cristo Resucitado, la luz sin ocaso. Una larga liturgia de la Palabra -se pueden hacer hasta siete lecturas del Antiguo Testamento, eco y memoria de la historia de la salvación y del constante paso del Dios del amor sobre su pueblo-, se entona jubiloso el Gloria mientras las campanas -enmudecidas desde la tarde del Jueves Santo- irrumpen con sus mejores sones. Llega también una epístola paulina y se canta con dicha y con fuerza el Aleluya para dar paso al Evangelio y a la homilía.»¡Qué noche tan dichosa!».
La tercera parte es la liturgia bautismal. La celebración recupera entonces sus raíces con las celebraciones de la Iglesia primera, que había ideado la Cuaresma y el Triduo Pascual como el tiempo del Bautismo, realidad y símbolo de la Resurrección.
La luz, las flores, el agua, el aleluya, la paz, la misión son los signos y los reclamos de esta Noche Santa, que, tras la liturgia bautismal, da paso ya a la liturgia propiamente eucarística, toda ella transida de alegría y de fiesta.
«Podéis ir en paz, aleluya, aleluya/Demos gracias a Dios, aleluya, aleluya» es la fórmula de la despedida, fórmula que habrá de repetirse durante todos los días de la primera semana de Pascua. Verdaderamente ha resucitado. Aleluya. «Id a Galilea. Allí le veréis». Es la hora de la Iglesia.
Y todos estos signos, símbolos y sentimientos se retomarán en la liturgia eucarística del día de Pascua, mientras se recupera el ritmo normal de la celebración, acentuándose -eso sí- su dimensión jubilosa y festiva, y mientras el pueblo precede o concluye esta solemne Misa de Pascua con las tradicionales -hasta enternecedoras y cándidas- procesiones del Encuentro, donde la Madre del Resucitado -imagen, a su vez, de la Iglesia y de los creyentes en Jesús- adquiere un protagonismo especial.
Reflejos y testigos de su Luz incandescente
El Vía Crucis ha de dar paso al Vía Lucis. La Cruz ha estallado en Luz. Es el árbol de la vida, la fuente de la nueva y definitiva regeneración. El amor del Crucificado -amor sin límites- ha hecho nuevas todas las cosas. Aleluya. En El estamos salvados. Somos levadura nueva. Busquemos las cosas de allá arriba, donde está Cristo Jesús, el Señor. Aleluya. Es el tiempo de la Iglesia, sacramento del Resucitado.
Y a nosotros se nos confía vivir en su luz y transmitir su luz por todo el mundo. «Vosotros sois la luz del mundo, vosotros sois la sal de la tierra». Nosotros lo somos solo en su Cruz transfigurada, en su costado herido por la lanza, hontanar de agua y de sangre, hontanar de vida, destello incandescente de su Luz.