A veces, el orante necesita 'hablar', dialogar, desahogarse. Dejar que el corazón se le derrame ante Dios (Lm 2,19; Sal 60,9; 1S 1,15; Éx 33,11). Háblele con franqueza, con sencillez, sin artificio; o rece algo que le guste; o recite un salmo; o exprese los afectos que surjan de su corazón. Habla con tu Padre. Deje nacer un sencillo diálogo con Dios, como aconseja santa Teresa. Pero, ten en cuenta:
" … que Dios está en todas partes. (. .) ¿Pensáis que importa poco para un alma de-rramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo, ni para regalarse con El, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá. Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos .. "
Un analista cualificado, comentando a san Juan de la Cruz, afirma:
"Este coloquio sosegado y tranquilo con Dios, en que la voluntad se orienta profundamente hacia él, coloquio mantenido por una mira¬da recogida sobre su divina amabilidad, es para San Juan de la Cruz al verdadero fin y meta de la oración. A él aludía al escribir: 'el fin de la meditación y discurso en las cosas de Dios es sacar alguna noticia y amor de Dios (Subida JJ, 14,2)".
Ni se necesitan grandes elaboraciones verbales, ni diálogos ingeniosos, tan del agra¬do de algunos. Sólo palabras necesarias, no para que me entienda Dios, sino para ex¬presar el propio corazón y saberlo activar y actualizar en su presencia. Y Dios mira y ve el corazón de quien no elabora tanto palabras 'razonables' cuanto expresiones nacidas de la propia necesidad.