Sobre todas las formas de vida consagrada, reconocidas por el derecho, sigue pesando todavía un excesivo juridicismo, que ahoga a veces los mejores impulsos del espíritu1. Por eso, resulta urgente volver a la más genuina sencillez y simplificación evangélica, liberados de tantas ataduras legales. Es cierto que no se puede caer en la anarquía, suprimiendo toda norma y dejándolo todo a la iniciativa personal. Sería olvidar el régimen sacramental en el que estamos viviendo y nuestra misma condición social, y caer en un espiritualismo desencarnado e irreal. Pero tampoco se puede vivir en la complejidad y en la complicación en que han caído todas las instituciones. La vida religiosa, por ser esencialmente carismática, tiene que destacar en la Iglesia esta dimensión, viviendo de forma vibrante y significativa las notas características del verdadero carisma: la espontaneidad creadora, el vigor y la fortaleza, la audacia en las iniciativas, la docilidad activa al Espíritu, la recta autonomía y libertad frente a todo legalismo, cierto tono de novedad, de originalidad, de entusiasmo y de juventud de espíritu, notable capacidad de adaptación y de flexibilidad, empuje vital y arranque apostólico2 En la vida religiosa tienen que predominar los criterios sobre las normas; las actitudes, sobre los actos; la disponibilidad abierta, sobre el mero cumplimiento exacto de leyes y reglamentaciones.
En esta línea de simplificación -no reduccionista, sino esencial-, que hace concentrar las energías sobre lo verdaderamente sustantivo para vivirlo todo desde un centro ordenador de la existencia, están brotando ya algunas formas de vida evangélica con la mínima dosis de elementos jurídicos. En ella, la espontaneidad creadora de que hablábamos antes, se convierte en ley de vida, dentro del más sincero compromiso -ratificado con voto- de fraternidad.
La vida comunitaria es el núcleo esencial de estas nuevas formas de vida consagrada y, por tanto, el objeto primario de los votos. Desde ella se vive la virginidad, la pobreza y la obediencia en configuración progresiva con Cristo‑virgen‑pobre‑obediente, con un contenido marcadamente teologal, sin las sutiles distinciones de los juristas entre materia de voto y de virtud, abarcando con ellas la persona en su totalidad y de manera definitiva. En este contexto, la virginidad es amor inmediato y total a Dios y a cada persona, que funda una fraternidad universal, humana y divina a la vez. La pobreza es esperanza teologal, puesta en común de todo lo que se es y de lo que se tiene, y pura disponibilidad de uno mismo y de los valores humanos y sobrenaturales para el bien de los demás. La obediencia es corresponsabilidad a todos los niveles y tiene como objeto todo el proyecto evangélico de vida, y es filial sumisión al querer de Dios, expresado a través de mediaciones humanas, principalmente a través de la misma comunidad.
Los votos, como actos de las virtudes teologales, se hacen únicamente a Dios; pero los hermanos de la comunidad se convierten en testigos e intérpretes de los mismos, incluso cuando alguien pida dispensa de ellos. Para esta forma de vida consagrada no se requiere una explícita aprobación de la jerarquía, ya que tampoco quiere identificarse con ninguna de las hoy admitidas por el derecho.
Pero es realmente signo comunitario -eclesial- del Reino de los Cielos. Y quizá ejerza una fuerte atracción sobre muchos jóvenes que hoy sienten la llamada del Espíritu y que no encuentran una institución que responda cabalmente a sus anhelos interiores. Por otra parte, es posible también, que, en esta forma de vida evangélica, encuentren todavía la realización de sus mejores aspiraciones algunos religiosos y religiosas que han perdido ya el entusiasmo, decepcionados por la manera de entender y de vivir, en sus respectivas Congregaciones, la consagración y la vida comunitaria, agobiados -y casi ahogados- por tantas tradiciones, leyes, costumbres y reglamentaciones y por un tono de pesadumbre y de mediocridad que envuelve mortecinamente la vida.
La dimensión apostólica de este modo de vida reside, sobre todo, en la misma vivencia de la fraternidad y en el sentido teologal de la consagración y de los votos, y en la destacada importancia práctica que se reconoce a la oración. Las actividades pueden ser muy diversas, según la aptitud y preparación de cada uno, y no serán consideradas como un elemento esencial del propio carisma.
La consagración religiosa, realizada por Dios mediante el compromiso libre y definitivo del cristiano de vivir en estado de virginidad, de pobreza, de obediencia y de fraternidad, se expresa en oración -vida y experiencia de fe, de cara a Dios-, en amor fraterno -vida de familia y comunión, de cara a los hermanos-, y en servicio apostólico -vida apostólica, de cara a la Iglesia entera-. La oración, personal y comunitaria, la fraternidad y el apostolado son la misma consagración en ejercicio: expresan su sentido dinámico.
- Hace ya bastantes años, concretamente en 1975, escribí unas breves reflexiones sobre este punto, que eran fruto de alguna experiencia y de no leve sufrimiento. Cf. S. M. ALONSO, CMF, La vida consagrada, Madrid 1975, p. 428. Más recientemente he vuelto a repetir estas ideas, sirviéndome de las mismas palabras, pero destacándolas todavía más: cf. ibid, 19889, pp. 66‑68.
- Cf. MR 11, 12, 22, 23, etc. «En estos tiempos, se exige de los religiosos aquella autenticidad carismática, vivaz e imaginativa, que brilló fúlgidamente en los Fundadores» (MR 23, f.).