Tengo un amigo a quien le gusta explicar sus antecedentes religiosos de esta manera: “Tengo fuertes raíces conservadoras. Me eduqué en una familia campesina fuertemente conservadora, católica romana, inmigrante, alemana, con todas las inhibiciones, protección, exclusividad y reserva que eso llevaba consigo. Sería difícil encontrar un fondo más firmemente religioso-conservador que el mío. Y por ello estoy agradecido. Es uno de los mayores regalos que puedes recibir. Ahora soy libre para el resto de mi vida”.
En esa declaración hay algo sanamente conservador y a la vez sanamente liberal. El instinto del liberal siente la necesidad de empujar bordes, ampliar el círculo, apartarse de la estrechez, ser más incluyente, no mirar siempre al otro como amenaza, y proteger la inefabilidad de Dios y su voluntad salvífica universal. Mientras que el conservador intuye la necesidad de estar enraizado en la verdad, de anclarse en lo esencial, de tener auténticas fronteras y de no ser ingenuo ante el hecho de que todo lo que es valioso y verdadero estará invariablemente expuesto a ser atacado.
Ambos protegen el alma. El alma, como sabemos, tiene dos funciones que con frecuencia están en tensión entre sí. Por una parte, el alma es la fuente de toda energía dentro de nosotros, el fuego que impulsa todo lo que hacemos. Conocemos el momento preciso en que el alma abandona al cuerpo. Toda energía cesa. Por otra parte, el alma es también la fuente de unidad y de integración. Nos aúna y aglutina por dentro. La descomposición comienza en el mismísimo segundo en que el alma abandona al cuerpo. Sin el alma, cada elemento va por las suyas y campa a sus anchas.
El instinto liberal se relaciona principalmente con “el fuego”, el instinto conservador se relaciona primordialmente con “el pegamento”. La historia de este amigo mío, que se educó en ambiente tan conservador y que ahora se siente suficientemente enraizado como para ser más liberal, ilustra claramente que ambos instintos son necesarios. Hay un tiempo para ser liberal y hay otro tiempo para ser conservador; y es importante que sepamos cuál es el tiempo correcto, tanto con respecto a nuestro propio crecimiento como al crecimiento de los demás.
Malcom X una vez dijo algo por este estilo: “Siento gran lealtad tanto a Cristo como a Mahoma, porque necesitamos a los dos”. Ahora mismo, cuántos hombres a los que intento servir con mi ministerio sacerdotal necesitan la disciplina de Alá. Sus vidas se encuentran tan deterioradas que necesitan reglas de disciplina, claras y duras, explicadas a ellos con detalle y sin ambigüedad. Después, una vez sientan que sus vidas están más en orden, pueden volver más al amor liberal de Jesús. Primero necesitamos la disciplina de Alá, después la libertad de Jesús.
Mi amigo comprendió que hay diferentes etapas en la vida espiritual y que lo que se necesita en una etapa será algunas veces muy diferente de lo que se necesita en otra. ¿Cuáles son las etapas básicas de la vida espiritual?
Los evangelios, los místicos y los grandes autores espirituales, con alguna variación en la forma de expresar esto, coinciden en que hay tres etapas claras en el camino espiritual o, con otras palabras, hay tres niveles de discipulado:
El primer nivel: que acertadamente podría llamarse “Discipulado Esencial”, es el esfuerzo por aglutinar nuestras vidas para alcanzar madurez humana básica (que a su vez podría definirse como la capacidad para la abnegación y altruismo esenciales, capacidad para poner a los demás por delante de nosotros mismos).
El segundo nivel puede llamarse “Discipulado Generativo”, y es el duro esfuerzo por entregar nuestras vidas en amor, servicio y oración.
El tercer nivel se puede llamar “Discipulado Radical” y consiste en el denodado esfuerzo por entregar nuestras “muertes”, es decir, por desprendernos de esta tierra de tal manera que nuestra misma muerte se convierta en nuestro don final y en nuestra última bendición a nuestras familias, iglesias y sociedad.
El primer nivel, el “Discipulado Esencial”, trata precisamente de lo esencial, de unificar y aglutinar nuestras vidas canalizando correctamente nuestras energías por medio de la “disciplina” (de ahí procede la palabra “discipulado”). Por definición, esa tarea es principalmente conservadora: que consiste en aprender la doctrina adecuada para tener una visión sana, en someterse a reglas de conducta que nos hagan tocar tierra y nos impulsen más allá de nuestro egoísmo instintivo, y en ser aprendices dentro de la familia y de la comunidad eclesial. Metafóricamente hablando, en este nivel estamos aprendiendo la “disciplina de Alá”.
Pero, una vez acabado este nivel con un cierto provecho, el reto se torna diferente. Ahora nuestra tarea es entregar nuestras vidas, y entregarlas cada vez más profunda y generosamente, en un círculo cada vez más amplio. Ésa es una tarea más liberal; y se convierte aún más liberal conforme nos abrimos paso hacia aquel realmente “gran desconocido”, la muerte, cuando todo aquello en lo que nos apoyábamos tenemos que dejarlo atrás conforme nos vamos abriendo al círculo más amplio de todos, al abrazo cósmico, a la infinitud, y al inefable misterio de Dios.
En nuestro discipulado, nuestro viaje y aventura espiritual, hay un tiempo importante para ser conservador, como hay también un tiempo importante para ser liberal. Se supone que no tenemos que tomar uno de ellos excluyendo al otro.