Hombres así

30 de enero de 2007

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.    Ellos son mi coloquio necesario. Acostumbrarme a la ausencia de los pobres equivaldría a aceptar sin más la ausencia de Dios en mi vida. Gentes de estos pueblos, su voz ahogada. Al contacto con vosotros, ¿qué son mis vivencias?: ¿quejas, salmo, lamentos, melodía, frustración, experiencia de Dios…? Mudo, recorro los caminos de toda vuestra aldea. Un instante mío de presencia entre vosotros. Y vosotros celebrando ¿qué? Con alcohol, vuestra muerte prolongada. No quiero echaros nada en cara; no quiero herir más a los que ya estáis heridos. Algún día escribiréis algún poema, leeréis libros y el domingo se introducirá en vuestro calendario. Nunca más seréis objeto de las notas que otros escriban para, desde sus conocimientos teóricos, convertiros a vosotros en una posibilidad de tantas a verificar o como una posible hipótesis de trabajo para sus tesis doctorales.
Vuestra historia…, vuestro tiempo… Es un círculo que no se rompe fácilmente. De golpe se me vienen todas esas guadañas involuntarias que van segando por generaciones vuestras vidas. Es injusto que nosotros despachemos vuestra situación con tres o cuatro pinceladas de mala literatura o con otros tantos juicios moralizantes, casi siempre inadecuados y nunca lo suficientemente contrastados con vuestra carne, con vuestra pobre carne vida,  en contra de la que los pronunciamos. Hombres así…

    Hombre así… No me olvido de tu guerra, hombre así, hombre pobre de todos los continentes. Hombre de existencia amarga y quieta. Al fin, comprendo los minutos muertos de tu tiempo siempre el mismo. Hombre estancado, arrojado del universo de la convivencia y de la paz. Vives en un mundo extraño en el que estás solo, a pesar de ser millones los que existen a tu lado. Todos sois el mismo: el hermano que no vive, que no puede vivir en plenitud. Hombre igual al de sus muertos. Quiero acompañarte; cantar contigo ese canto de nuestras manos unidas. No sé cómo ni de qué manera, pero estar donde tú vivas, alzando los dos para el mundo ese anuncio de Evangelio que libera. Y ese trabajo no cesará nunca. Me das miedo; tu sabiduría es aterradora para los que no hemos conocido la pobreza. En tu carne palpita, indefensa, la obra de Dios. Yo fui testigo de tu respuesta llena de noche; testigo del grito nacido del fondo de tu entraña: “Sí, Dios mío: yo quiero vivir”. Testigo de cómo pronunciabas con tu sangre el nombre de Dios vivo. Es el momento de hundirme contigo en esa muerte luminosa. De nuestro sudor nacerá la flor que traiga paz y más vida. Perdón por tanta palabra inútil y sin sentido que te (hemos) entregado. Perdonadnos, hombres olvidados de la tierra.