Hombres entre los hombres.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.    Quiero un sacerdote consciente de su vocación y de su condición de hombre entre los hombres; comprometido con nuestras necesidades más que con nuestras ideas, seguro en su esperanza aunque su fe no sea tan firme, profundamente bueno desde su educación humana más que desde su unción sacerdotal, sencillo, sin mieles pero también sin celos arrebatados, en contacto con la realidad y dispuesto a perdonar, en nombre del Señor, setenta veces siete.

Quiere un sacerdote que entienda mis angustias a la hora de comprobar que no puedo llegar a fin de mes con mi sueldo, que no mida a sus parroquianos por el rasero de los ricos y generosos, que no disfrute en exceso con el desarrollo que le permite tener el último vídeo… Que no se ancle en lo material porque, él sí, debe pensar en los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Que dé testimonio de desprendimiento; que sea, siquiera un poquito, lo que nosotros no somos y nos gustaría ser: el santo por excelencia de la comunidad cristiana… Por lo menos como los santos a los que se dirigía
Pablo.

No me preocupan las ideas del cura de mi parroquia ni las del que enseña religión a mis hijos. Sí me preocupa el proselitismo desde la posición de preeminencia en que pueden encontrarse y la intransigencia en el dogma de quien excomulga a quienes se atreven a exponer sus dudas o a no ser tan sumisos como «debieran». Cada vez que releo el Nuevo Testamento, me doy cuenta de que el protagonista de esos libros es un magnífico retrato del sacerdote, del cura que yo quiero.