A aquellos de vosotros que no sois canadienses, quizá este nombre podría no decir mucho; pero, esta pasada semana, Canadá perdió a uno de sus grandes iconos culturales, Jean Beliveau, un afamado atleta. Murió, y todos los canadienses -incluso este canadiense en el exilio- lloran su muerte.
Jean Beliveau era más que un atleta: de los que entra uno solo en un millón. El record de sus hazañas casi desafía el crédito. Jugó en la Liga Nacional de Jockey durante 20 temporadas y acabó con diez anillos de campeonato. Después, como ejecutivo, participó en otros siete campeonatos. ¡Imaginaos a alguien, en algún deporte, a su nivel más alto, ganando 17 campeonatos!
Pero eso no fue lo que definió su grandeza ni la razón por la que un país se enamoró de él y le hizo un icono nacional. Fue su gracia, la manera excepcional con que se portó dentro y fuera de la pista de hielo. Diecisiete campeonatos son algo maravilloso, pero su verdadera hazaña fue el respeto que se atrajo de todos, dentro de la pista atlética y fuera de ella. No conozco de ningún atleta profesional, en ningún deporte, que se haya granjeado este tipo de respeto. Tanto que, mucho tiempo después de que su carrera profesional se hubiera acabado, el Primer Ministro canadiense le pidió que aceptara ser Gobernador General de Canadá, un oficio que se ofrece sólo a alguien que sea, para todo el país, un símbolo de unidad, dignidad y gracia. Él lo declinó cortésmente.
¿Qué fue lo que le hizo ser único? Ha habido otros grandes atletas y estrellas de pop que fueron humildes y corteses. ¿Qué es lo que le hace especial? La grandeza es algo en cierto modo intangible; es duro mantener lo que precisamente hace a uno diferente de todos. ¿Por qué Jean Beliveau? Después de todo, él fue sólo un jugador de hochey. ¿Qué es lo que le hizo tan singular, respetado y querido?
El renombrado psiquiatra polaco Kasmir Dabrowski tuvo una provocadora teoría sobre la madurez humana y lo que cuesta lograrla. Para él, crecemos a base de fracasos; diversas crisis nos llevan a doblar las rodillas en oración y cambian nuestros mediocres hábitos e inmadureces. Richard Rohr llama a esto “caída hacia arriba”. Maduramos a través del fracaso, crecemos arrogantes a través del éxito. Mayormente, eso es cierto. El éxito, más que el fracaso, destruye vidas.
Pero, ¿es lógico eso? ¿No es más lógico crecer a través del éxito? ¿No debería el éxito inducirnos a la gratitud y hacernos más generosos y de gran corazón? Un día, alguien hizo a Dabrowski esa pregunta en clase. Esta fue su respuesta: “Tienes razón: el éxito debería hacernos más generosos y de gran corazón; ese es el modo ideal de crecer… pero en más de 40 años de experiencia clínica, nunca he visto que suceda así. Sólo pasa así en casos raros y excepcionales… y eso es -creo yo- lo que contribuye a hacer grande a una persona”. Una gran persona es alguien en el que el éxito ensancha el alma más bien que hincha el ego.
Cuando Jean Beliveau irrumpió en la Liga Nacional de Hochey, era por entonces el más alto, habilidoso, agraciado y apuesto jugador de la liga. Esas cualidades constituían no pequeños dones que llevar consigo. Era un poco como el joven rey Saúl de la Biblia que, cuando al principio fue coronado rey, fue descrito así: “Entre los hombres de Benjamín, había un hombre llamado Saúl, un hombre hermoso que estaba en la primavera de su vida. De entre todos los israelitas, no hubo nadie más hermoso que él; les pasaba la cabeza y los hombros a todos los demás”. Pero, por desgracia, toda esa superdotación y éxito no hicieron a Saúl un buen rey. Más bien, lo destruyeron. Aferrándose engañosamente a sus cualidades, su vida llegó a ser una tragedia. Su altura, gracia y hermosura le dejaron celoso ante las cualidades de otros y vino a ser paranoico y rencoroso, y eventualmente acabó suicidándose. La historia de Saúl es una de las grandes tragedias jamás escritas; y, tristemente, queda escrita demasiadas veces en las vidas de la gente de gran talento. La superdotación viene acompañada de sus propios peligros. Las cualidades y el éxito tan pronto hinchan fácilmente el ego como alargan el alma.
Por desgracia, hoy vemos mucho de eso, no lo menos en el mundo de los deportes, donde el ego y la auto-promoción es legitimada y frecuentemente es incluso vista como una cualidad deseada en un atleta, una virtud más bien que un vicio, porque la bravata y arrogante chulería pueden ayudar a intimidar a los oponentes, ganar juegos y atraer la mirada de todos. Atrae por el espectáculo, por la hipérbole; trae aficionados al estadio y otorga una cierta notoriedad y fama. El espectáculo y la hipérbole triunfan sobre el carácter, pero la arrogancia puede ayudar a ganar juegos.
Aun así, me alegro de haber conocido un tiempo diferente, un tiempo en que los atletas y la mayoría de la gente aún sentían necesidad de ser auto-críticos para con el ego y la auto-promoción. Me alegro de que, siendo niño, obsesionado con los deportes y buscando un héroe entre los atletas, hubiera un superstar, Jean Beliveau, que huyó de la arrogancia, la bravata, la chulería, el insulto a los oponentes y la torpe auto-promoción, y practicó el juego con tal gracia y humildad que suscitó la apropiada clase de admiración, incluso mientras ganaba juegos.