Humildad, Ego y Grandeza

9 de marzo de 2009

Sospecho que para la mayoría de nosotros la palabra “ego” tiene mala connotación. Acusar a alguien de que tiene un gran ego es acusarle de estar super-pagado de sí mismo, hinchado, epatante y falto de humildad. Casi siempre oponemos las palabras “ego” y “humildad”. Tener un gran ego es no ser humilde.

Pero esa percepción puede ser simplista y falsa. Tener un fuerte y gran ego no es necesariamente algo malo. Por ejemplo:

Poca gente hubiera pensado alguna vez que Madre Teresa tuviera un gran ego. Nos parece que ella era la humildad encarnada. Sin embargo, tenía claramente un ego enorme  –una  fuerte auto-estima que le capacitaba para plantarse frente al mundo entero convencida de su verdad, convencida de su valer y convencida de su importancia. Ella podía mostrarse firme ante cualquiera en el mundo, segura de sí misma por el convencimiento de que su persona y su palabra eran importantes.  Hay que tener un ego fuerte para hacer eso, un ego más potente del que la mayoría de nosotros poseemos.  Ciertamente esa fue una de las claves de su grandeza. Tenía conciencia de que era un instrumento único y bendito en manos de Dios en este mundo y estaba suficientemente segura de sí misma como para actuar gracias a ello.

Y sin embargo, era humilde. Al mismo tiempo, era siempre consciente de que todo lo que la hacía única, especial y poderosa, no procedía de sí misma, sino de Dios. Ella era simplemente un canal del poder y de la gracia de algún Otro. Tenía un enorme ego, pero no era egoísta. Nunca fue una mujer “pagada de sí misma”; solamente la colmaba Dios.
Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.
Juan Pablo II
podría ser considerado de modo parecido: Él también fue un modelo de humildad, pero también poseía clarísimamente un gran ego. Podía enfrentarse a millones de personas, extender sus brazos para decirles: “¡Os quiero! ¡Y es importante que escuchéis esto que os digo!” Se necesita un potente ego para hacer eso.  La mayoría de nosotros hubiéramos experimentado un congénito paro del corazón, si hubiéramos intentado hacerlo. Nos sentiríamos bloqueados y paralizados por cien inhibiciones internas, todas ellas paralizándonos con éstas o parecidas palabras: “¿Quién piensas que eres tú para algo como esto? ¿Quién te da el derecho a pensar que el mundo quiere de ti una declaración de amor?”

De nuevo, como Madre Teresa, Juan Pablo podía decir eso y, aun así, ser humilde, porque también tenía claro que su singularidad extraordinaria y su gracia no procedían de sí mismo ni le pertenecían como propiedad. Él solamente era su canal. Él podía acceder a la grandeza y dejarla fluir a través de sí mismo sin pedir excusas; pero no se identificaba con esa grandeza ni la reclamaba como suya propia. Ahí está la diferencia entre humildad y vana grandiosidad, entre ser grande y ser egoísta. Un  egoísta puede alcanzar la grandeza, pero, a diferencia de un santo, se identifica con ella y la reclama como propia.

La espiritualidad, en general, ha tardado en admitir la importancia del ego,  y con frecuencia ha sido en negación radical  del papel que juega en la grandeza, especialmente en la grandeza espiritual.

De alguna manera nos cuesta admitir que santos como Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Antonio Mª Claret o Teresa de Lisieux tuvieran enormes egos –  poderosas imágenes de sí mismos que les daban seguridad en el sentido de su importancia singular y única.  Por el contrario proyectamos sobre ellos una falsa idea de humildad que para ellos no es genuina y que a nosotros nos hiere.

Nos hiere porque para tantos de nosotros el mayor problema de nuestras vidas, incluyendo nuestra vida espiritual, consiste precisamente en que nuestros egos son demasiado débiles. La imagen que tenemos de nosotros mismos es demasiado frágil como para permitirnos hacer nada  realmente grande o, simplemente, aun para proyectarnos hacia los demás con cálida cordialidad y con amor.

Porque la imagen que tenemos de nosotros mismos es débil, a diferencia de Madre Teresa o Juan Pablo II, nos sentimos demasiado cohibidos para salir de nosotros  mismos, para proclamar nuestra verdad y para expresar nuestro amor. Sentimos demasiadas voces interiores (sin duda, originariamente voces procedentes del exterior) que habitualmente nos paralizan con éstas o parecidas palabras: “Pero ¿quién piensas que eres tú? ¡Eso es soberbia y arrogancia! ¡Eso es justamente tu ego! ¡No tienes las cualidades suficientes, o no eres lo bastante bueno para hacer eso! ¡Nadie quiere o espera eso de ti!”

Así mismo, no es porque nuestros egos sean fuertes, sino porque son débiles, por lo que con  tanta frecuencia sentimos la necesidad  de protegernos a nosotros mismos. Luchamos para no ser vulnerables, para no volvernos paranoicos.  ¿Por qué? Precisamente por que no nos sentimos suficientemente seguros en nuestro interior, porque nuestros egos y nuestro sentido de autoestima están flojos e inseguros. Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Teresa de Lisieux, Antonio Mª Claret y Juan de la Cruz nunca tuvieron necesidad de protegerse a sí mismos. Se sentían suficientemente seguros para ser vulnerables. Tenían fuertes egos.

Nosotros deberíamos estar siempre cansados ya de soberbia, de egoísmo. Pero la falsa humildad no nos protege contra la soberbia. En cambio nos impide ser cordiales y cariñosos  –  y, desde luego, nos impide llevar a cabo nunca algo grande.