Humildad
“Tenemos una ciudad fuerte, ha puesto para salvarla murallas y baluartes. y la pisan los pies, los pies del humilde, las pisadas de los pobres” (Is 26, 1.6).
Acogida de la Palabra
La humildad no es complejo de inferioridad, sino conocimiento de la propia verdad, lo que somos ante Dios. Con esta conciencia de criatura, a la hora de tratar con Él, tomamos la actitud de quienes son bendecidos por tener un corazón sencillo y una mente obsequiosa con la manifestación divina.
No es posible acercarse al acontecimiento de la Nochebuena, al nacimiento de Dios entre los hombres de manera pretenciosa, sino descalzos, como pidió Dios a Moisés ante la zarza ardiente.
Acabamos de estar en Belén, donde para entrar en la basílica de la Natividad hace falta agacharse, pasar por la puerta pequeña. Ante el misterio de la Encarnación no se puede reaccionar de manera dominante, sino abriéndose a la acción del Espíritu, que es quien infunde en el corazón del creyente la fascinación y suscita el gesto de la adoración, el beso arrodillado.
De los que son como niños es el reino de los cielos, dijo Jesús, y María, su madre, cantó que Dios ensalza a los humildes. Ella se sintió pequeña ante la acción sobrecogedora que le anunció el Ángel del Señor.
Dame, Señor, un corazón apto para acoger lo que sobrepasa la razón.
Que no sea refractario a la verdad trascendente, aunque me cueste comprenderla.
Hazme destinatario del anuncio más transformador, el que recibieron los humildes pastores.
Sé que la ciudad a la que me invitas a entrar está habitada por tu presencia amorosa, y que ya puedo gozar de habitar en ella, si me dejo llevar de tu mano, gracias a la misericordia.
La casa que se construye sobre roca no es la que se cimienta sobre la vanidad, el orgullo, la seguridad personal, sino la que se basa sobre la confianza en tu Palabra. Y que eres Tú mismo quien la construye dentro de mí.