La oración tiene que ser fácil porque es una necesidad, la primera necesidad de toda persona. Pero, de hecho, resulta difícil. Sin oración es imposible la vida cristiana; disminuye la eficacia eclesial y la capacidad para esa terapia fundamental, que cada uno necesita. Hoy no es fácil orar porque interfieren situaciones personales y ambientales, muy destacados y fuertes, que dificultan la oración honda y sencilla. La gran circunstancia personal es la superficialidad de nuestra conciencia, dispersa y atraída de mil modos por la vida actual. Y sin profundidad de la conciencia, que vertebra cualquier proyecto humano, la persona se incapacita para ese maravilloso intercambio de amor, que sigue ‘encarnándose’ en cada persona amistosa. El orante tiene que ‘entrar dentro de sí’, donde Dios se encuentra y nos espera. Esta es la invitación del Vaticano II (GS 14). Y esa es precisamente la gran dificultad del orante, no bien educado para la oración: ignora qué es ese ‘dentro’; no sabe cómo ‘se entra’, y carece de motivación suficiente que justifique la ‘entrada’ en un ámbito, aparentemente ‘indefinido y vaporoso’, que llamamos ‘yo mismo’.
Todo es gracia, al mismo tiempo que presencia humana, inteligente, graciosamente combinadas. Dios dijo a una persona ‘santa’: ‘ Yo acudí, pero tú no estabas’. Nosotros decimos. ‘No estás en lo que estás’.