El chico era una joya. En Nazaret todos disfrutaban al verle. Era el orgullo de su padre y de su madre, sobre todo cuando les decían que se estaba haciendo un hombre, y que se parecía mucho a ellos. A María le gustaba ver su cara. Le recordaba muchos rasgos de ella misma: esos ojos y ese mirar que irradiaban felicidad.
A él le hacía gracia que le preguntarán siempre qué le daba su madre para crecer. Contestaba con una repuesta curiosa y un poco enigmática: "la gracia es suya y mía…" Según dicen los sabios exégetas, en arameo parece que sonaba parecido a decir: "yo todo lo que tengo es un regalo".
Era muy apañado y servicial. Siempre endulzaba la vida con el silencio de quien acompaña desde el silencio. Daba gusto tener a Jesús en casa, haciendo las pequeñas cosas de cada día. Sabía hacer fácil lo difícil, agradable lo desagradable y, sobre todo, había, aprendió a sonreír como su madre.
Si, iba creciendo, y Dios se hacía grande, en el cuerpo de un pequeño gran hombre, que tenía una madre joven, guapa, y dispuesta a hacer de su corazón el hogar de su Hijo y el de todos sus amigos.