CONTENIDO
- 0. Introducción: Tres tesis para abrir boca.
- 1. La Iglesia es un acontecimiento.
- 2. A través de instrumentos históricos
- 3. La Iglesia existe para anunciar el Evangelio al mundo.
0. Introducción: tres tesis para abrir boca
0.1. La vocación laical sólo se ilumina desde la vocación de la Iglesia.
La búsqueda de la propia identidad señala el tránsito de la infancia a la madurez, no sólo en el proceso de configuración personal, sino también en el desarrollo de la fe. A medi-da que ésta madura, el creyente se interroga sobre su sentido y consecuencias: ¿En qué consiste creer? ¿Qué significa, en definitiva, ser cristiano? Y cuando descubre que la fe personal está indisolublemente ligada a la fe de la Iglesia, que no hay un «yo creo» al margen de un «nosotros creemos», entonces las .preguntas adquieren una mayor especi-ficidad carismática: ¿Qué es ser cristiano desde mi condición de laico, de ministro orde-nado o de religioso? ¿Cómo vivir el seguimiento del único Señor en situaciones per-sonales diferentes? Ninguna de ellas puede ser respondida aisladamente, sino desde una comprensión sinfónica de la Iglesia como comunidad carismática. (1).
Si durante siglos —como se analiza en el folleto primero— ha prevalecido, más bien, una concepción piramidal (2), parece lógico que la diversidad se entendiera en clave de subordinación y no de comunión. Esto explica la poca densidad eclesial concedida a los carismas laicales a lo largo de la historia. De ahí que para recuperar su significado sea preciso reinterpretar de nuevo la comprensión de la Iglesia. Este es el camino abierto por el vaticano II y desarrollado por las numerosas experiencias y reflexiones de los últimos veinte años (3). Sin una comprensión de la Iglesia más ajustada al NT se corre el peligro de plantear la vocación y misión de los laicos como un asunto de estrategia y no como algo esencial.
0.2. La Iglesia es antes una experiencia móvil que una estructura fija
A la pregunta ¿qué es la Iglesia? se le han dado res-puestas muy diversas. Para algunos, su carácter multisecular y su permanencia a pesar de los numerosos conflictos vividos es motivo de admiración. Para otros, esto mismo constituye su punto débil, ya que tal permanencia sólo ha sido posible a costa de traicionar su origen y adaptarlo una y otra vez a las cambiantes situaciones.
En cualquier caso, quien quisiera comprender con profundidad lo que la Iglesia es no podría contentarse con estudiar sus estructuras organizativas —tal como las presenta, por ejemplo, el Código de Derecho Canónico—, ni sus actividades culturales o asisten-ciales, ni siquiera la lista completa de todos sus miembros.
La Iglesia puede aparecer, a los ojos del sociológo y del hombre de la calle, como una entidad multinacional, extraordinariamente numerosa y jerarquizada, que desarrolla unas actividades específicas y que, por su voluntad e incluso contra ella, ejerce una vasta influencia en la sociedad humana.
Pero esto no basta para dar razón suficiente de su naturaleza. La Iglesia se constituyen sobre todo, a partir de la fe de sus componentes. Y, aunque esta fe implica la aceptación de unos contenidos objetivos (dogmas, ritos, normas) y la inserción en una comunidad visible, es una experiencia inalienable) que no puede encerrarse en los estrechos límites de un esquema jurídico o sociológico.
La Iglesia, antes que una estructura fija destinada a repetir una y otra vez, a lo largo de la historia, un contenido invariable, es una experiencia que surge constante-mente en el tiempo. Allí donde se proclama la fe en Jesucristo y encuentra acogida, no sólo como opción personal sino como actitud compartida, allí se está produciendo el nacimiento de la Iglesia. Y este es, cabalmente, el aspecto más original y, al mismo tiempo, el menos perceptible.
0.3 El modelo «comunión» explica en qué consiste la unidad y la diversidad
Si la Iglesia nació —y sigue naciendo— por la comunión que el Espíritu crea entre to-dos los que se adhieren libremente a Jesucristo, entonces no hay posible separación en-tre la fe en Cristo y la pertenencia a la Iglesia, tal y como algunos proponen en la actualidad.
El texto del NT que mejor resume esta concepción comunional es el prólogo de la pri-mera carta de Juan (4). En él aparecen en síntesis todos los elementos que a continua-ción serán estudiados:
Hay un acontecimiento (el anuncio de la experiencia de Jesucristo)
Que produce la comunión entre el que anuncia y el que acoge el anuncio (dimensión horizontal de la Iglesia).
Pero no meramente una comunión jurídica o exterior. Es tan profunda que relaciona al creyente con el Padre y con Jesucristo (dimensión vertical de la Iglesia).
Sólo después de profundizar en \’este fundamento —que garantiza la esencial igual-dad/unidad de todos los creyentes— es posible iluminar el sentido. de la diversidad, de las peculiaridades carismáticas y, más concretamente, el de los carismas laicales (5).
1. La Iglesia es un acontecimiento
Si no queremos anclamos en una comprensión estática y meramente societaria de lo que la Iglesia es, tenemos que afirmar que, antes de nada, es un acontecimiento; es decir, algo que sucede en el decurso de la historia. No como el resultado del sentimiento de algunos o fruto de generación espontánea, sino como una creación del Espíritu en continuidad con un acontecimiento originario: la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Para que la Iglesia acontezca no basta sólo el deseo comunional de un grupo de admiradores de Jesús, sino su vinculación expresa a través de la acción del Espíritu, con el acontecimiento de Jesucristo. Donde hay Espíritu está Cristo. La Iglesia nace siempre a partir de este anuncio (dimensión cristológica), se constituye como signo e instrumento del Reino (dimensión teológica) y crea una comunión esencial de los creyentes entre sí y de estos con Dios por la fuerza del Espíritu (dimensión pneumatológica). La Iglesia es, en definitiva, por extraño que resulte afirmarlo, un icono de la Trinidad (6), en medio del mundo. Y esta es su originalidad, el rasgo que la distingue netamente de cualquier otra asociación humana.
1.1. Qué arranca del anuncio de Jesucristo
La palabra de la que nace la fe —y, por lo tanto, la Iglesia— es la narración de una historia a primera vista normal: «Os hablo de Jesús de Nazareno», aunque marcada por algunos signos extraordinarios en su desarrollo: «El hombre que Dios acreditó entre vosotros, realizando por su medio los milagros, signos y prodigios que conocéis», y absolutamente desconcertante en su final: «Vosotros lo matasteis clavándolo en una cruz», pero «Dios lo resucitó» (Hch 2,24) y «todos nosotros somos testigos» (Hch 2,32).. Este esquema narrativo del nacimiento de la Iglesia, propio de Lucas, aparece expuesto por Pablo dentro de un marco más teológico: «Os recuerdo ahora, hermanos, el evangelio que. os prediqué, ese que aceptastéis, ese en que os mantenéis, ese que os está salvando … Lo que os transmití fue, ante todo, lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, como lo anunciaban las Escrituras». (1 Cor 15,1-5). Este es el centro: «Si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación no tiene contenido ni vuestra fe tampoco» (1 Cor 15,14-15) (7). La Iglesia es, pues, la comunidad que se forma en tomo al anuncio desconcertante de que Jesús el Nazareno (sujeto histórico) ha resucitado y ha llegado a ser Señor (predicado teológico). En cuanto comunidad que se remite a una persona y a un mensaje se parece a cualquier otro grupo humano: todos tienen un fundador y unos fines. En cuanto comunidad que se constituye por la fe en un Dios bueno que interviene en la historia para salvar a los hombres, se asimila a todos los grupos religiosos que existen. Sin embargo, en cuanto comunidad que afirma que la persona fundadora vive, la Iglesia se constituye en algo insólito y original. Esto significa que existe:
- No en torno a un mensaje, como si fuera una «comunidad del libro» (aunque posee las Escrituras como narración objetiva de una experiencia)
- No en torno a una fe religiosa, como si lo suyo fuera simplemente creer en Dios (aunque se remite a El como su fundamento)
- No en torno al deseo de sus miembros, como si fuera el resultado de un consenso democrático (aunque se dan lazos estrechos de relación interpersonal).
La Iglesia existe en tomo a un Viviente que, por la fuerza del Espíritu, llega a ser «contemporáneo de todos los hombres» (K. Barth). Se trata de una comunidad que no tiene en sí misma la raíz de su existencia. Nace de un acontecimiento que la precede. Por eso la Iglesia debe hacer memoria. Pero no se trata de un acontecimiento recluido en el pasado sino abierto al presente y al futuro. El Resucitado es origen, es camino y es meta. Por eso la Iglesia debe vivir en la espera. Y, en cualquier caso, no como si se tratase de una propuesta más, sino como el único camino para la salvación del hombre (8).
1.2. Se inserta en el proyecto salvífico del Padre
Afirmar que la Iglesia nace de la experiencia del Resucitado por la fuerza del Espíritu (esto es Pentecostés) tiene el peligro de convertirla en algo puramente espiritual al margen de la historia. De ahí la importancia de interpretar la resurrección de Jesús en conexión con su vida histórica y con el núcleo de su mensaje: el Reino de Dios (9). Este es el rasgo más destacado por los evangelios sinópticos (10), y, sin duda, suficientemente estudiado en otras ocasiones. Sin entrar ahora en detalles, se puede presentar el Reino de Dios como el provecto en el que Dios es todo en todos, la reconciliación de la realidad entera con su origen y su destino (11). Su novedad está sintetizada en las bienaventuranzas. Ahora bien, ¿qué relación _ existe entre el Reino de Dios y la Iglesia? ¿Se identifican sin más, como parece indicar cierta eclesiología triunfalista? ¿Se excluyen mutuamente, como sugieren todos los que contraponen el proyecto de Jesús y los fines de la Iglesia? La respuesta, siguiendo el mensaje del NT y especialmente el transmitido por las «parábolas del Reino» (12), requiere algunas matizaciones: Si el Reino fuera algo que Dios va a conceder gratuitamente al final de la historia sin tener en cuenta las realizaciones humanas, entonces la Iglesia —que es, al fin y al cabo, una comunidad que vive en la historia y realiza acciones concretas— no tendría nada que ver con el Reino. Se moverían en dos planos diversos: uno esencialmente histórico (la Iglesia); otro esencialmente metahistórico (el Reino). Si el Reino fuera, por el contrario, una realidad que ya se ha instaurado en la tierra mediante la vida, muerte y resurrección de Jesucristo y en la que el creyente se inserta a través de una decisión personal, sin necesidad alguna de mediaciones objetivas, entonces tampoco tendría razón de ser la iglesia, que es una comunidad visible y no sólo un conjunto de conciencias personales. De nuevo se darían dos planos irreconciliables: uno esencialmente invisible (el Reino);.otro esencialmente visible (la Iglesia). Las cosas suceden de otro modo. La comunidad de la Iglesia surge del anuncio público de un reino que se hace visible en la historia de Jesús y en la proclamación de su resurrección hecha por los apóstoles. Si todo esto fuera acogido en el ámbito de la conciencia individual —aparte del riesgo de subjetivismo que comportaría— el reino no sería visible e históricamente relevante. La Iglesia es un símbolo y un instrumento del Reino de Dios, pero no se confunde con él. Cualquier identificación fácil: «Aquí está» o «Allá está» (Lc 17,23) supondría identificar el don de Dios con las parciales realizaciones históricas que el hombre puede llevar a cabo.
1.3. Y crea la comunión por la fuerza del Espíritu
Con frecuencia, para asegurar la unidad de los creyentes en torno a la Iglesia, se utilizan los medios usados por cualquier grupo humano: fuerte jerarquización, predominio de lo general sobre lo particular, vigilancia de las doctrinas y las costumbres. Todos estos medios, aun siendo alguna vez necesarios, no garantizan por sí solos la unidad. La cohesión lograda no sería de ninguna manera la comunión cristiana. En la Iglesia la comunión es un fruto del Espíritu de Dios. Es —por decirlo brevemente— el efecto producido por la fe en Jesucristo. Cuando los creyentes reconocen a Jesús como Señor se establece entre ellos una vinculación de fe —que el bautismo rubrica— más radical que cualquier otro nexo jurídico o sociológico. Esta vinculación/ comunión, aunque se expresa a través de cauces humanos, tiene su origen en el Espíritu que la suscita y la mantiene. En cuanto obra de Dios, participa de su propia comunión. Por eso se puede hablar de la Iglesia como ya se ha mostrado— «icono de la Trinidad», La comunión es, en definitiva, el fruto del anuncio: «Lo que hemos visto y oído … os lo anunciamos para que entréis en comunión con nosotros». El anuncio es la comunicación de una experiencia que determina absolutamente la vida del creyente hasta el punto de convertirlo en una nueva criatura (Jn 1,12) y considerar todo lo demás como secundario (Filip 3,7-12). Quien acoge este anuncio no es alguien que «aprende» algo (como si se tratase de un contenido teórico) sino alguien que revive la misma experiencia que le es comunicada. Entre «emisor» y «receptor» se produce una especie de ósmosis espiritual. La comunicación se hace comunión. Esta, pues, no tiene un carácter abstracto. Es un encuentro entre personas concretas. No se puede pensar una comunión por medio de valores objetivos, sino a través de la relación interpersonal. Y sólo cuando ésta se da se puede hablar de la «necesidad» de la Iglesia en el proceso de la fe. Cuando se advierten solamente rasgos institucionales, ¿cómo fundamentar tal necesidad? (13). La comunión entre los creyentes, nacida del anuncio, es también comunión con Dios y con Jesucristo, no sólo en el plano histórico-sociológico (como se relaciona una asociación con su fundador), sino en el plano mistérico (Jesucristo no es un fundador difunto sino el Señor viviente). Por eso, no tiene sentido fundar la comunión sobre puros contenidos, teniendo en cuenta, además, que el «contenido» central es precisamente que el Señor ha resucitado y sigue vivo.
2. A través de instrumentos históricos 2. A través de instrumentos históricos
Como ya se ha indicado repetidamente, la Iglesia es antes un acontecimiento que una estructura. Una vez examinado lo más original (la comunión que brota del anuncio) es lícito preguntarse: ¿Qué instrumentos garantizan un fundamento objetivo? ¿Qué instrumentos garantizan la comunión? ¿Qué instrumentos garantizan el aspecto interpersonal? Los apartados siguientes pretenden responder a estas preguntas.
2.1. Un instrumento objetivo: la Escritura
La comunión en la Iglesia nace de la comunicación de la experiencia de Cristo. Pero, ¿de qué Cristo se trata? No del que aparece en las experiencias singulares, siempre expuestas a muchas deformaciones, sino del Cristo que el apóstol «ha oído, visto con sus propios ojos, contemplado y tocado con sus manos», del Cristo anunciado por los apóstoles testigos. La experiencia apostólica se ha condensado, aunque no de manera exhaustiva, en el Nuevo Testamento. Este, que se convierte en norma para la Iglesia, es, en cierto sentido, un fruto de ella misma. Y, unido al Antiguo, constituye la referencia objetiva de la Iglesia de todos los tiempos. Donde hay Iglesia verdadera, la Escritura es el principio discernidor de toda experiencia personal o comunitaria. La comunión nace y vive de la Palabra.
2.2. Un instrumento comunional: los sacramentos
La comunión de los creyentes entre sí y de todos con Dios se expresa necesariamente a través de símbolos. En el orden más visible, donde hay comunión se da comunicación de bienes. Así se atestigua en los sumarios de los Hechos de los Apóstoles (14). Por eso, donde la Iglesia se reduce a relaciones externas y burocráticas y no vive el compartir —si bien en niveles diversos— no hay propiamente Iglesia. En el conjunto de símbolos, los sacramentos se presentan como explicitaciones de lo que la Iglesia es: «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium, 1). En este sentido, expresan y celebran la comunión que se da entre todos los creyentes, y la construyen históricamente. No son, pues, ritos separados de hechos, sino símbolos de realidades que se verifican (15) —se deben verificar— en la vida ordinaria. Donde hay comunión, examinado lo más original (la comunión que brota del anuncio) es lícito preguntarse: ¿Qué instrumentos garantizan un fundamento objetivo? ¿Qué instrumentos garantizan la comunión? ¿Qué instrumentos garantizan el aspecto interpersonal? Los apartados siguientes pretenden responder a estas preguntas.
2.1. Un instrumento objetivo: la Escritura
La comunión en la Iglesia nace de la comunicación de la experiencia de Cristo. Pero, ¿de qué Cristo se trata? No del que aparece en las experiencias singulares, siempre expuestas a muchas deformaciones, sino del Cristo que el apóstol «ha oído, visto con sus propios ojos, contemplado y tocado con sus manos», del Cristo anunciado por los apóstoles testigos. La experiencia apostólica se ha condensado, aunque no de manera exhaustiva, en el Nuevo Testamento. Este, que se convierte en norma para la Iglesia, es, en cierto sentido, un fruto de ella misma. Y, unido al Antiguo, constituye la referencia objetiva de la Iglesia de todos los tiempos. Donde hay Iglesia verdadera, la Escritura es el principio discernidor de toda experiencia personal o comunitaria. La comunión nace y vive de la Palabra.
2.2. Un instrumento comunional: los sacramentos
La comunión de los creyentes entre sí y de todos con Dios se expresa necesariamente a través de símbolos. En el orden más visible, donde hay comunión se da comunicación de bienes. Así se atestigua en los sumarios de los Hechos de los Apóstoles (14). Por eso, donde la Iglesia se reduce a relaciones externas y burocráticas y no vive el compartir —si bien en niveles diversos— no hay propiamente Iglesia. En el conjunto de símbolos, los sacramentos se presentan como explicitaciones de lo que la Iglesia es: «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium, 1). En este sentido, expresan y celebran la comunión que se da entre todos los creyentes, y la construyen históricamente. No son, pues, ritos separados de hechos, sino símbolos de realidades que se verifican (15) —se deben verificar— en la vida ordinaria. Donde hay comunión, hay experiencias celebrativas de esa comunión. Donde hay expresiones (sacramentos), la comunión se refuerza y se pone de manifiesto su verdadero origen (el Espíritu de Jesucristo), y no sólo el esfuerzo humano por constuirla.
2.3. Un instrumento interpersonal: carismas y ministerios
El texto de 1 Jn, que guía nuestra reflexión sobre la Iglesia, insiste mucho en el hecho objetivó sobre el que ésta se funda: «lo visto y lo oído», pero subraya también el carácter personal: «lo que nosotros hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión (es decir, seáis Iglesia) con nosotros». La Iglesia no nace de un anuncio anónimo del evangelio. Jesús no ha escrito un libro de contenidos doctrinales y organizativos sino que ha puesto en marcha una comunidad de personas. Los evangelios son fruto de esta comunidad. Antes que la palabra escrita existen las personas. Ellas son la verdadera palabra viviente. Lo escrito no es sino la expresión de una experiencia personal. Desde la esencial igualdad de todos los creyentes —nacida de una misma fe y un mismo bautismo— (16), se entiende la diversidad carismática y ministerial. Este aspecto será tratado detenidamente en el folleto tercero. Los carismas y ministerios, lejos de atentar contra la comunión, son los instrumentos privilegiados del aspecto interpersonal de esta comunión. Este es el camino para recuperar eclesiológicamente la vocación laical.
3. La Iglesia existe para anunciar el evangelio al mundo
3.1. La comunión es misión La Iglesia, en cuanto sacramento de Cristo, vive en la historia su misma suerte, reactualiza su muerte y su resurrección. Así como la existencia de Cristo fue proexistencia (es decir, vida al servicio de los demás), también la comunión de la Iglesia está necesariamente al servicio de la misión. Es una fuerza centrífuga que, saliendo de sí (muerte) se descubre a sí misma (resurrección). Este dinamismo es el que debe presidir las relaciones de la Iglesia con el mundo y el que puede iluminar el sentido más profundo de los carismas laicales, a los que corresponde «tratar de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales.. (Lumen Gentium, 31). Sabiendo, no obstante, que la mundanidad (es decir, el hecho de vivir la fe en el mundo) afecta a toda la Iglesia y no sólo a alguno de sus miembros.
3.2. La misión va más allá del mundo
Pablo subraya mucho en sus cartas la discontinuidad de los cristianos con este mundo. En el nuevo orden de cosas, la condición mundana ha pasado. Nosotros hemos muerto con Cristo y estamos sepultados con El (cf Rm 6,4-11). Y lo mismo se anuncia en el cuarto evangelio: «Si el mundo os odia, sabed que primero me ha odiado a mí. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo que le pertenece, pero no sois del mundo: yo os he elegido del mundo y por eso el mundo os odia» (Jn 1,18). Ser Iglesia significa situarse en contraposición al mundo, entendido éste, no como realidad creada, sino como sistema de vida basado en el pecado (17). La Iglesia debe renunciar a los falsos valores que se oponen a las bienaventuranzas: La cruz sigue siendo el principio crítico .que desenmascara cualquier dios falso, cualquier ideología que no busque la libertad del hombre. La cruz es para la Iglesia, no un dispositivo formal que recuerda un hecho del pasado, sino una actitud permanente, una forma de ser y de situarse ante la realidad. El encuentro de Jesús con Pilato es la imagen más dramática del contraste entre evangelio y mundo (18). Lo que \’ Jesús vivió es norma para sus seguidores. Participar de la suerte de Cristo significa renunciar a cualquier poder humano, aun cuando las situaciones concretas sean sumamente complejas. Y con frecuencia lo son. Cuando la Iglesia se convierte en un fenómeno sociológico imponente constituye, de hecho, lo quiera o no, un poder. De ahí la tendencia de los poderes mundanos a combatirla o a instrumentalizarla. Ambas situaciones representan una tentación para la Iglesia. Por eso, dado que no puede ignorar el poder que tiene, sólo le queda una salida airosa y evangélica: emplearlo al servicio de los más pobres (19). Y, en la forma suprema, el martirio. Una Iglesia sin mártires es una Iglesia mundanizada.
3.3. Pero se realiza en este mundo
La resurrección de Jesús ha inaugurado ya el Reino de Dios y es una primicia de lo que toda la realidad está llamada a ser, incluido el mundo (20). La resurrección no es patrimonio exclusivo de la Iglesia. La parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30) describe perfectamente esta situación. Por eso la Iglesia, en relación con el mundo, tiene una doble actitud: de oposición, rechazo y crítica y, al mismo tiempo, de búsqueda, aprecio y comunión. En cualquier caso, el criterio discernidor no deben ser sus intereses, sino el bien del hombre. El recuerdo de la historia es suficientemente elocuente. Las relaciones Iglesia-mundo han sido casi siempre difíciles y ambiguas (21) y esta es una de las razones por las que muchos creyentes experimentan una gran desafección. Cuando ésta se produce es bueno recordar que: «Existe una verdad de Dios que no tiene sombras: es la verdad del Padre que nos llama, del Espíritu que nos impulsa y del Cristo que nos liga a sí. Y existe luego la verdad del hombre, llena de sombras. Entonces nuestra Iglesia nos parece una cosa pobre, el entusiasmo del mensaje gozoso demasiado debilucho, la misma comunión es a veces formal y enrarecida, y la fuerza de choque con el mundo a todas luces insignificantes. Y, sin embargo, donde dos o tres se encuentran en torno a Cristo, aunque estén un poco fuera de juego y sean pecadores, el hecho de la comunión se cumple. Parece algo modesto y frágil, a veces da la impresión incluso de que se asienta en la nada y que está destinada a la esterilidad. La Iglesia, por el contrario, siempre puede sorprender, porque su Señor no es un cadáver, es el Viviente. Existe una virtualidad secreta en toda comunidad cristiana y un dinamismo sutil y escondido: de un momento a otro puede aparecer el Resucitado y su Espíritu puede suscitar el coraje suficiente para realizar un anuncio vigoroso» (S. Dianich).
PARA COMPLETAR
- ESTRADA, J.A. El concepto de Iglesia desde el Vaticano I a nuestros días (Madrid 1985).
- LEGAUT, M. Creer en la Iglesia del futuro (Santander 1978).
OPERACIONES
- 1. ¿Dónde encuentras signos concretos (en tu parroquia, comunidad, diócesis, etc.) que nos indiquen que vamos caminando hacia esta nueva dimensión?
- 2. Dificultades reales que se encuentran para llevar adelante este modelo de Iglesia.
PARA LA REFLEXION Y EL DIALOGO
- ¿Pueden existir carismas sin referencia a la PALABRA y a los sacramentos?
- ¿Cómo se relacionan entre si los diversos «instrumentos» que construyen la comunión? ¿Qué sucede, por ejemplo, cuando se quiere potenciar la vocación laical (carisma) al margen de la Escritura y de los sacramentos?
- ¿Qué signos muestran la pervivencia actual del modelo piramidal de la Iglesia? ¿Qué signos muestran, por el contrario, una concepción comunional?
- ¿Es lo mismo la «comunión\’ (en el sentido expuesto en el folleto) que la «democracia» (en el sentido en el que habitualmente se entiende)?
- ¿Cómo comprender el sentido de la jerarquía desde el modelo “comunión”?
- Si ser Iglesia «más allá del mundo» significa, sobre todo, opcion por los pobres y martirio, ¿como juzgar las actitudes de repulsa hacia lo mundano (política, arte, juego…) que, con tanta frecuencia, se dan entre los cristianos?
NOTAS
- (1) Entendemos por concepción sinfónica o comunional aquella que considera la Iglesia como una comunidad de iguales construida diversamente según el don de cada uno.
- (2) Entendemos por concepción piramidal aquella que considera a la Iglesia como una comunidad de desiguales construida sobre el dominio de unos sobre otros.
- (3) El Vaticano II estudió de manera especifica la vocación y misión de la Iglesia en las constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes. En los últimos 20 años se han publicado numerosas eclesiologías basadas en ellas. Destacamos por su penetración: S. DIANICH, La Chiesa mistero di comunione, en la que se inspiran las siguientes reflexiones.
- (4) 1 In 1,1-4: «Lo que existía desde el principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos —hablamos de la Palabra, que es la vida, porque la vida se manifestó, nosotros la vimos, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba de cara al Padre y se manifestó a nosotros—eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora para que vosotros entréis en comunión con nosotros; pero, además, esta comunión nuestra lo es con el Padre y con su Hijo Jesús, el Mesías».
- (5) Ya en el primer folleto se explica la conveniencia de superar el esquema tripartito (ministros-religiosos-laicos) por el binomio comunidad-ministerios. Esto no impide que —por razones conceptuales sigamos usando este esquema y denominemos carismas laicales a los que subrayan el aspecto instrumental de la Iglesia en el mundo.
- (6) Esta comprensión, que para muchos resulta oscura, e incluso peligrosa (porque, al subrayar la condición mistérica de la Iglesia, se corre el riesgo de mitificarla y deshumanizarla), es, sin embargo, la fuente de su mejor humanidad y fecundidad. Afirmar la Trinidad es afirmar un amor que vive como contrastes integradores lo que ordinariamente se presenta como dilemas excluyentes: la unidad y la pluralidad, la libertad y la justicia, Dios y el hombre, la trascendencia y la inmanencia. Donde hay Trinidad hay comunión en la misión. Una Iglesia entendida como reflejo histórico de Dios Trinidad es también una Iglesia llamada a integrar los contrastes, a vivir la comunión en situación de misión, a vivir la unidad en la pluralidad sin sucumbir a la tentación del uniformismo, a ser, en definitiva, ella misma saliendo de sí misma. Ningún peligro, por lo tanto, de endiosamiento o de verticalismo excesivo.
- (7) Hasta el punto es decisiva esta verdad que, sin ella, sería un posible hablar de un encuentro con Jesucristo. El cristianismo se reduciría a ser una mera corriente religiosa que recuerda a su fundador, pero no una experiencia de encuentro con O. Sólo porque ha resucitado y, por lo tanto, ha roto las fronteras del espacio y del tiempo, se convierte en contemporáneo de todo hombre.
- (8) A fin de no entender de manera triunfalista esta afirmación, conviene recordar el planteamiento que sobre la salvación y la necesidad o no de pertenecer a la Iglesia hizo el Vaticano II: Lumen Gentium, 16.
- (9) «La Iglesia es, en efecto, la comunidad que se forma en tomo a la fe en el Resucitado y, por lo tanto, su destino tiene que coincidir con las expectativas que Jesús había trazado para el devenir de la historia antes de morir y resucitar». (S. DIANIC, La Chiesa, 23)
- (10) Centro y marco de la predicación y actividad de Jesús fue el reino de Dios que se había acercado. El reino de Dios constituía el «asunto» de Jesús. Jamás no dice Jesús expresamente qué es este reino de Dios. Lo único que dice es que está cerca». (W. KASPER, Jesús el Cristo, Salamanca 1979, 86).
- (11) No es necesario desarrollar aquí la teología contenida en los sinópticos, la `continuidad discontinua» del anuncio de Jesús con las expectativas de Israel.
- (12) Cf. Kc 13,18-19; 20-21.
- (13) Una Iglesia que se presente a sí misma como necesaria, pero que aparezca como una estructura anónima, donde el anuncio se realiza mediante simples textos doctrinales y se comunica a Cristo sólo por medio de gestos rituales estereotipa dos, sería una Iglesia que no posee realmente la garantía suficiente para revalidar sus pretensiones» (S. DIANICH, La Chiesa, 59).
- (14) Cf. Hch 2,42-47; 4,32-35.
- (15) Ambas dimensiones se subrayan especialmente en la eucaristía. Reconocer la presencia del Señor en el pan y, el vino, hasta hablar de ellos como «cuerpo y sangre del Señor», implica reconocerlo también en el Cuerpo que es la Iglesia. De lo contrario se pervierte el significado del símbolo eucarístico.
- (14) Cf. Hch 2,42-47; 4,32-35.
- (15) Ambas dimensiones se subrayan especialmente en la eucaristía. Reconocer la presencia del Señor en el pan y, el vino, hasta hablar de ellos como «cuerpo y sangre del Señor», implica reconocerlo también en el Cuerpo que es la Iglesia. De lo contrario se pervierte el significado del símbolo eucarístico.
- (16) «El Pueblo de Dios por El elegido, es uno: «un Señor, una fe, un bautismo» (Ef 4,5). Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o la nacionalidad, de la condición social o del sexo…» (Lumen Gentium, 32).
- (17) Cf. 1 Jn 2,15 ss.
- (18) Cf. Jn 18,28
- (19) La opción por los pobres y el martirio no son una moda del presente (en el primer caso) o una reliquia del pasado (en el segundo), sino los modos que verifican la Iglesia, su verdadera entraña evangélica.
- (20) Cf G.S. 22.