¿Cuál es el sentido de la Cuaresma? ¿Por qué marcamos aparte cuarenta días cada año para renunciar de forma voluntaria a algunos goces legítimos, a fin de prepararnos para Pascua?
La necesidad de la Cuaresma está escrita justo en nuestro ADN. Quizás una mirada a ciertas imágenes propias de Cuaresma nos pueda ayudar a aclarar esto mejor.
Desde el punto de vista religioso, la imagen más rica que tenemos para Cuaresma es la del desierto, la de Jesús encaminándose de modo voluntario al desierto para ayunar y orar. La Escritura nos dice que Jesús se adentró en el desierto durante cuarenta días y que, durante su estancia allí, no comió nada. Esto no significa necesariamente que, tomando el evangelio al pie de la letra, Jesús no ingirió alimento alguno ni agua durante ese tiempo, sino más bien que se privó de todos los apoyos físicos -incluyendo alimento, agua, goces, distracciones- que le protegían de sentir con toda la fuerza su propia vulnerabilidad, su dependencia y la necesidad de entregarse a Dios con una confianza más profunda. Y se nos dice que, al hacer eso, se dio cuenta de que tenía hambre y, por lo tanto, de que era vulnerable a las tentaciones del diablo – pero, del mismo modo, de que estaba también más abierto a Dios.
El desierto, al quitarnos las seguridades y protecciones de la vida ordinaria, nos desvalija totalmente y nos deja desnudos, tanto ante Dios como ante el diablo. Esto nos pone cara a cara frente a nuestro propio caos. ¡Buena imagen de la Cuaresma!
Pero tenemos también imágenes antropológicas de la Cuaresma, estupendamente ricas. Permitidme mencionar brevemente tres de ellas.
Prácticamente en cada cultura hay, más o menos, el concepto de tener que “sentarse en la ceniza durante un tiempo” como preparación necesaria para sentir alguna alegría o satisfacción profunda.
Vemos esto, por ejemplo, en la historia de la Cenicienta. El nombre mismo, Cenicienta, nos da la clave: se deriva de la palabra Ceniza. Etimológicamente, Cenicienta significa la muchacha de siempre que “se sienta en la ceniza”, con la consiguiente idea de que antes de que ella, o cualquier otra persona, se ponga los vestidos reales, vaya al baile y dance con el príncipe, primero tiene que pasar algún tiempo “sentada en la ceniza”, probando algún vacío interior, sintiendo alguna impotencia, y esperando que esta privación y humillación sea necesaria para ayudar a conseguir la madurez precisa para ejecutar el baile real.
Un concepto semejante se encuentra en algunas culturas nativas norteamericanas, en las que se acepta que, en la vida de cada uno, llegará una época en la que él o ella tendrá que pasar algún tiempo “sentado en la ceniza”. Por ejemplo, en algunas tribus, cuando acostumbraban a vivir comunitariamente en barracas alargadas, la fogata para calentar y caldear se situaba en el centro de la barraca, de forma que un techo parcialmente abierto pudiera funcionar como chimenea. La ceniza, naturalmente, se acumulaba alrededor de la hoguera, y, de vez en cuando, algún miembro de la comunidad simplemente se sentaba, durante algún tiempo, en la ceniza acumulada, tranquilo, retirado de las actividades normales, tomando muy poco alimento o agua. Finalmente llegaba un día en el que él o ella se levantaba, se lavaba la ceniza, y reanudaba las actividades normales. Nadie preguntaba por qué. Se suponía que a esa persona le estaba pasando algo penoso, una depresión o una especie de crisis, y necesitaba ese espacio, esa tranquilidad, ese retraimiento, ara procesar algún caos interior y controlar a los demonios. En una palabra, se percibía que esa persona necesitaba una especie de experiencia cuaresmal.
Una segunda imagen es la de “ser un hijo de Saturno”. Según algunas mitologías, se pensaba que Saturno era el planeta que hace que nos sintamos tristes y desalentados. De ser así, si uno fuera poeta, artista, filósofo, escritor o pensador religioso querría, de vez en cuando, “sentarse bajo Saturno”, esto es, entrar voluntariamente en ciertos espacios interiores del alma que de ordinario querría eludir, precisamente porque provocan caos, tristeza, pesadez y desaliento. Parte de la misma idea era también que, de vez en cuando en la vida de cada persona, uno se convirtiera durante un tiempo en “hijo de Saturno”, es decir, que fuera abrumado por una cierta tristeza y pesadez, y que sus actividades normales cesaran; y quedarse así por un tiempo, aprendiendo pacientemente algunas lecciones que sólo una cierta tristeza le podría enseñar. De nuevo, la idea era que hay algunos procesos interiores necesarios que sólo se pueden realizar sintiendo tristeza y pesadez, y en los que algunas veces tenemos que participar voluntariamente.
Finalmente, hay todavía en antropología una imagen rica que puede ayudarnos a entender la Cuaresma; es la imagen de nuestras propias lágrimas, en cuanto nos re-conectan al flujo de la vida. La imagen es sencilla: Nuestras lágrimas son agua salada, como el océano, que es, al fin y al cabo, el origen de toda vida en este planeta. Lo que nuestras lágrimas hacen es ponernos de nuevo en contacto con los orígenes físicos de toda vida en este planeta: el agua salada. La idea, entonces, es que, de vez en cuando, es bueno renunciar a las alegrías de la vida y sustituirlas con la sal de las lágrimas, ya que sólo las lágrimas pueden hacernos humanamente más profundos y ayudarnos a conectar con nuestros orígenes y nuestro fundamento.
Y la Cuaresma está destinada exactamente a eso.