Imágenes Místicas para nuestra Búsqueda Religiosa

Hay muy pocas cosas tan potentes como una imagen poética. La nación que cuente con los mejores poetas finalmente triunfará, porque la poesía es más fuerte que los ejércitos. Un ejército puede derrotar y someter a una nación a la sumisión, pero sólo una imagen poética puede cambiar la visión de un pueblo.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.No exagero. Un pequeño ejemplo: Hace siglos, Leonardo da Vinci pintó un cuadro de la Última Cena. Ningún historiador en el mundo se atrevería a sugerir que la Última Cena de Jesús, la real, se pareciera en algo al cuadro de Da Vinci, pero su imagen de la Última Cena se ha grabado y acuñado en nuestra conciencia universal, de tal forma que hoy no podemos imaginarnos la Última Cena si no es como él la pintó.

Teniendo esto en cuenta, querría yo destacar dos imágenes del Evangelio de Juan, imágenes místicas que haríamos bien en grabar en nuestra conciencia, como un cuadro de Da Vinci. Son imágenes para la búsqueda religiosa, para la auténtica peregrinación, para el discipulado.

A diferencia de los otros Evangelios, que presentan a María, la madre de Jesús, como la discípula ideal, el Evangelio de Juan asigna a María un papel diferente, el de ser Eva, la madre de toda la creación. Este Evangelio nos da, entonces, dos poderosas imágenes de discipulado, una masculina y otra femenina: El Discípulo Amado y María Magdalena.

El Discípulo Amado, a quien comúnmente, aunque quizás de modo ingenuo, identificamos con el mismo Juan, nos ofrece una imagen de lo que significa ser un discípulo de Jesús. Juan presenta esta figura de varias formas, pero todas tienen esto en común: El Discípulo Amado goza de una intimidad única con Jesús. Quizás la foto más gráfica de esto es la del Discípulo Amado, en la Última Cena, reclinando su cabeza sobre el pecho de Jesús.

¿Qué encierra esta imagen? Se trata de una imagen mística, de intimidad y de escucha. Sencillamente, la imagen consiste en esto: Si pones tu oído en el pecho de alguien y auscultas, puedes oír el latido del corazón de esa persona. Así pues, el Discípulo Amado es la persona que está tan íntimamente unida con Jesús que oye los latidos de su corazón y, desde esa perspectiva, mira al mundo. Ser discípulo de Jesús es tener tu oído en sintonía con el latido de su corazón mientras miras fijamente al mundo. Para Juan, si haces esto, estarás siempre en el sitio correcto, tendrás siempre la justa perspectiva, y tendrás siempre valor para hacer lo correcto. También te dejarás llevar por el amor.

Y esto, ser impulsado por el amor, es otra imagen mística de Juan que la aplica al discipulado: la figura de María Magdalena.

Juan la presenta como la inquieta e impulsiva figura tomada del Cantar de los Cantares, una mujer que no puede dormir hasta que encuentra a su alma gemela, a su amado. Y, como la imagen de, Discípulo Amado reclinándose sobre el pecho de Jesús, es una imagen de intimidad única.

Como ayuda para captar la fuerza de esta imagen, es útil leer primero el Cantar de los Cantares. Sus primeros capítulos, que hablan a través de la voz de una mujer, nos obsequian con una imagen de una amante apasionada y no consumada, cuyo anhelo por su amado relativiza todo lo demás en su vida. Una sola cosa alberga en su mente y en su corazón, encontrar al que puede calmar su soledad espiritual:

En mi cama, por la noche,
buscaba al amor de mi alma:
lo buscaba y no lo encontraba.
Me levantaré y rondaré por la ciudad
por las calles y las plazas,
buscaré al amor de mi alma.
Lo busqué y no lo encontré.
Me encontré con los centinelas
que hacen ronda por la ciudad:
–¿Han visto al amor de mi alma?

En cuanto los hube pasado,
encontré al amor de mi alma.
Lo abracé y no lo solté,
hasta meterlo en la casa de mi madre,
en la misma alcoba donde mi madre me concibió. (Cant 3,1-4)

¿Existen acaso imágenes más íntimas que éstas? Y, para Juan, el verdadero discipulado debe ser impulsado precisamente por tal anhelo, tanto por su desinhibida intensidad como por la profundidad de intimidad que desea.

Pero rara vez pensamos así en el ámbito religioso. Tal lenguaje nos choca casi como sacrílego, no apto para oídos piadosos. La búsqueda de Dios y el afán por esta clase de consumación forman diferentes categorías, dos mundos diferentes en nuestro interior. Nuestra búsqueda del discipulado y de la religión está emocionalmente divorciada casi por completo de nuestro anhelo de encontrar un alma gemela, un amado; y está divorciada de nuestra sexualidad y también de nuestras fantasías, sean las que sean, de lo que finalmente nos lleva a la consumación. Para nosotros, la religión y nuestro mundo psico-sexual rara vez, si es que se da alguna, se entrecruzan a ese nivel. Entendemos la religión como un deber que cumplir, un imperativo categórico que en nuestros mejores momentos reconocemos como importante, pero que no es algo que nos impulse a salir un domingo por la mañana, como lo hizo María Magdalena, para rondar con impaciencia por los jardines -a los que solemos llamar Iglesias-, buscando a un Dios que colme un vacío que consideramos sólo como emocional, psicológico y sexual.