A las 9:30 de esta mañana, 2 de octubre de 2005, en la Basílica Patriarcal Vaticana, el Santo Padre Benedicto XVI ha presidido la Solemne Concelebración de la Eucaristía con los Padres Sinodales, con ocasión de la Apertura de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.
Concelebraban con el Papa los Padres Sinodales y los colaboradores (55 cardenales, 7 patriarcas, 59 arzobispos, 123 obispos, 40 presbíteros, 4 oyentes y 37 colaboradores).
Durante el Sacro Rito, después de la proclamación del Evangelio, el Santo Padre ha pronunciado la siguiente homilía:
La lectura del profeta Isaías y el Evangelio de este día nos ponen ante los ojos una de las grandes imágenes de la Sagrada Escritura: la imagen de la vid. El pan representa en la Sagrada Escritura todo aquello de lo cual el hombre tiene necesidad para su vita cotidiana. El agua da a la tierra la fertilidad: es el don fundamental que hace posible la vida. El vino, en cambio, representa la exquisitez de la creación, nos da la alegría con la que vamos más allá de los límites de lo cotidiano: el vino “alegra el corazón”. Así el vino, y con éste, la vid se convierten también en la imagen del don del amor, con el cual podemos tener alguna experiencia del sabor de lo Divino. Y, de esta manera, la lectura del profeta que acabamos de escuchar, comienza como un cántico de amor: Dios se ha creado una viña – una imagen, ésta, de su historia de amor con la humanidad, de su amor por Israel, que Él ha elegido. Así pues, el primer pensamiento de las lecturas de hoy es éste: al hombre, creado a su imagen, Dios le ha infundido la capacidad de amar y, por lo tanto, la capacidad de amarle también a Él, su Creador. Con el cántico de amor del profeta Isaías Dios quiere hablar al corazón de su pueblo – así como a cada uno de nosotros. “Te he creado a mi imagen y semejanza”, nos dice. “Yo mismo soy el amor, y tu eres mi imagen en la medida en que en ti brilla el esplendor del amor, en la medida en que me respondes con amor”. Dios nos espera. Él quiere ser amado por nosotros: una llamada semejante, ¿no debería quizás tocar nuestro corazón? Precisamente en este momento que celebramos la Eucaristía, en el que inauguramos el Sínodo sobre la Eucaristía, Él nos sale al encuentro, sale a mi encuentro. ¿Encontrará una respuesta? ¿O es que con nosotros ocurre como con la viña, de la que nos habla Dios a través de Isaías: “Él esperó que produjera uva , pero ésta era uva selvática”? ¿No suele ser nuestra vida cristiana mas vinagre que vino? ¿Autoconmiseración, conflicto, indiferencia?
Con esto hemos llegado automáticamente al segundo pensamiento fundamental de las lecturas de hoy. Éstas hablan, sobre todo, de la bondad de la creación de Dios y de la grandeza de la elección con la cual Él se acerca a nosotros y nos ama. Pero después hablan también de la historia que vino a continuación – del fracaso del hombre. Dios había plantado viñas muy seleccionadas y, sin embargo, había madurado uva selvática. ¿En que consiste esta uva selvática? La uva buena que Dios se esperaba – dice el profeta – habría consistido en la justicia y en la rectitud. La uva selvática es más bien la violencia, el derramamiento de sangre y la opresión, que hacen gemir a la gente bajo el yugo de la injusticia. En el Evangelio la imagen cambia: la vid produce uva buena, pero los viñadores se la quedan para ellos. No están dispuestos a entregarla al propietario. Apalean y matan a sus mensajeros y matan a su Hijo. Su motivo es simple: ellos quieren ser sus propietarios; y se apropian de lo que no les pertenece. En el Antiguo Testamento, en primer plano aparece la denuncia de la violación de la justicia social, del desprecio del hombre por parte del hombre. Al fondo aparece, sin embargo, cómo, con el desprecio de la Torah, del derecho donado por Dios, es Dios mismo quien es despreciado; se quiere solamente gozar del propio poder. Este aspecto queda plenamente subrayado en la parábola de Jesús: los viñadores no quieren tener un dueño – y estos viñadores constituyen un espejo para nosotros. Nosotros humanos, a los cuales la creación, por así decirlo, nos ha sido dada para ser administrada , la usurpamos. Queremos ser los únicos propietarios en primera persona . Queremos poseer el mundo y nuestra propia vida de manera ilimitada. Dios es un obstáculo. O se hace de Él una simple frase devota, o Lo negamos del todo, proscrito de la vida pública, hasta el punto de perder todo significado. La tolerancia que, por así decirlo, admite a Dios como opinión privada pero lo niega públicamente, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia sino hipocresía . Sin embargo, allí donde el hombre se alza en único señor del mundo y dueño de sí mismo, no podrá existir la justicia. Allí puede dominar sólo el arbitrio del poder y de los intereses. Por supuesto, se pueder echar al Hijo de la viña y matarlo, para saborear egoístamente los frutos de la tierra. Pero entonces la viña se transformará en un terreno devastado por los jabalíes, come nos dice el Salmo responsorial (cfr Sal 79,14).
De esta manera llegamos al tercer elemento de las lecturas de hoy. El Señor, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, anuncia a la viña infiel el juicio. El juicio que Isaías predijo se ha materializado en las grandes guerras y exilios llevados a cabo por los Asirios y los Babilonios. El juicio anunciado por el Señor Jesús, se refiere sobre todo a la destrucción de Jerusalén en el año 70. Pero la amenaza del juicio también nos afecta a nosotros, a la Iglesia en Europa, a Europa y Occidente en general. Con este Evangelio el Señor grita también en nuestros oídos las palabras que en el Apocalipsis dirigió a la Iglesia de Éfeso: “Iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes” (2,5). También a nosotros nos pueden quitar la luz, y hacemos bien si dejamos que resuene esta admonición con toda su fuerza en nuestra alma, gritando al mismo tiempo al Señor: “¡Ayúdanos a convertirnos! ¡Dona a todos nosotros la gracia de una verdadera renovación! ¡No permitas que la luz que vive en nosotros se apague! ¡Refuerza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos producir buenos frutos!”.
Llegados a este punto, sin embargo, surge en nosotros la pregunta: “¿Pero no hay ninguna promesa, ninguna palabra de consuelo en la lectura de la página evangélica de hoy? ¿Es la amenaza la última palabra?” ¡No! La promesa existe y es ésta la última, la esencial palabra. La oímos en el versículo del Aleluya, tomado del Evangelio de san Juan: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto” (Jn 15,5). Con estas palabra del Señor, san Juan nos explica el último , el verdadero final de la historia de la viña de Dios. Dios no fracasa. Al final Él vence, vence el amor. Una velada alusión a ello se encuentra ya en la parábola de la viña propuesta por el Evangelio de hoy y en sus palabras conclusivas. También allí la muerte del Hijo no es el final de la historia, aunque no sea contada directamente. Pero Jesús explica esta muerte mediante una nueva imagen tomada del Salmo: “La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido …” (Mt 21, 42; Sl 117, 22). De la muerte del Hijo brota la vida, se forma un nuevo edificio, una nueva viña. Él, que en Caná cambió el agua en vino, ha transformado su sangre en el vino del verdadero amor y, así, transforma el vino en su sangre. En el cenáculo ha anticipado su muerte y la transforma en el don de sí mismo, en un acto de amor radical. Su sangre es don, es amor, y por esto es el verdadero vino que el Creador esperaba. De esta manera Cristo mismo se convierte en la vid y esta vid produce siempre buen fruto: para nosotros la presencia de su amor es indestructible.
Así, estas parábolas desembocan al final en el misterio de la Eucaristía, en la que el Señor nos dona el pan de la vida y el vino de su amor y nos invita a la fiesta del amor eterno. Nosotros celebramos la Eucaristía sabiendo que su precio fue la muerte del Hijo – el sacrificio de su vida, que en ella está presente. Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, nosotros anunciamos la muerte del Señor hasta que Él vuelva, dice san Pablo (cfr Co 11,26). Pero también sabemos que de esta muerte brota la vida, porque Jesús la ha transformado en un gesto de entrega, en un acto de amor, dándole de esta forma su sentido más profundo: el amor ha vencido a la muerte. En la santa Eucaristía Él, desde la cruz, nos atrae a todos hacia Sí (Jn 12,32) y hace que nos convirtamos en los sarmientos de la vid que es Él mismo. Si permanecemos unidos a Él, entonces también nosotros produciremos frutos, y entonces ya no saldrá de nosotros el vinagre de la autosuficiencia, del descontento de Dios y de su creación, sino el vino bueno de la alegría en Dios y del amor al prójimo. Roguemos al Señor para que nos done su gracia, para que durante las tres semanas del Sínodo que estamos iniciando, no sólo digamos cosas bellas sobre la Eucaristía, sino que sobre todo vivamos de su fuerza. Invoquemos este don por medio de María, queridos Padres sinodales, a quienes saludo con tanto afecto, junto a las distintas Comunidades de las que provienen y que están aquí representadas, para que dóciles a la acción del Espíritu Santo podamos ayudar al mundo a que se conviertan, en Cristo y con Cristo, en la vid fecunda de Dios. Amén.