Al final de cada liturgia católica romana, se invita al pueblo a recibir una bendición. Esa invitación es expresada con estas palabras: Inclinad vuestras cabezas e implorad la bendición de Dios. La idea existente tras eso, obviamente, es que una bendición sólo puede serrecibida verdaderamente en reverencia, en humildad, con la cabeza inclinada, y con el orgullo y la arrogancia subyugados y silenciosos.
Una cabeza inclinada es un signo de humildad, y se entiende, casi universalmente, como nuestra propia postura espiritual. Los escritores espirituales raramente han cuestionado o sentido la necesidad de matizar la noción de que la salud espiritual da a entender una cabeza inclinada humildemente. Pero, en la práctica, ¿es eso tan sencillo?
Se reconoce que hay mucha sabiduría en eso. Una cabeza inclinada reverentemente es un signo de humildad. Por otra parte, el orgullo encabeza la lista de pecados mortales. El orgullo humano es congénito, profundo e imposible de erradicar. Puede ser redimido y puede ser aplastado, pero permanece siempre en nosotros, necesariamente de ese modo. No hay salud sin orgullo, pero el orgullo puede también descarrilar la salud. Hay algo en nuestra naturaleza humana, inherente a nuestra verdadera individualidad y libertad, a lo que no le gusta doblar la rodilla ante lo que es más elevado y superior. Nosotros guardamos nuestro orgullo fieramente, y no es casualidad que la imagen arquetípica de resistencia a Dios se exprese en la inflexible y orgullosamente fija declaración de Lucifer: ¡No serviré!
Por otra parte, no nos gusta admitir debilidad, limitación, dependencia e interdependencia. Así, todos nosotros tenemos que crecer y madurar en un lugar donde no seamos ya más lo suficientemente ingenuos y arrogantes como para creer que no necesitamos la bendición de Dios. Toda espiritualidad se afirma sobre la humildad. La madurez, humana y espiritual, está del modo más evidente en alguien al que vemos orando de rodillas.
Pero, aun cuando el orgullo puede ser malo, a veces el orgullo y la arrogancia no son el problema. Más bien nuestra lucha es con un espíritu herido y roto que ya no sabe cómo levantarse. Una cosa es ser joven, sano, fuerte, arrogante e inconsciente de lo frágiles y caducos que somos (y ese espejismo puede sobrevivir y permanecer con nosotros hasta una edad bien avanzada); y otra cosa bastante diferente es tener el corazón de uno roto, el espíritu de uno machacado y el orgullo de uno apartado. Cuando pasa eso -y nos sucede a todos nosotros si somos medio sensibles y vivimos bastantes años- el orgullo herido hace cosas muy negativas en nosotros, nos deja tullidos de modo que ya no podemos mover de verdad nuestras rodillas, ponernos de pie, levantar nuestras cabezas y recibir amor y bendición.
Mientras crecía de niño en una casa de campo, me acuerdo haber visto algo que entonces se llamaba “domar un caballo”. Los hombres agarraban a un potro joven que hasta entonces se había movido completamente libre y, por medio de un proceso más bien brutal, le forzaban a someterse al ramal, a la silla de montar y al dominio humano. Cuando el proceso estaba acabado, el potro estaba ya dócil al poder humano. Pero el proceso de domar la libertad y el espíritu del caballo estaba lejos de ser suave, y así producía un resultado mixto. El caballo estaba ya dócil, pero parte de su espíritu estaba roto.
Eso es una imagen apta para el viaje, tanto humano como espiritual. La vida, con maneras que distan de ser suaves, rompe eventualmente nuestro espíritu, para bien y para mal, y acabamos sumisos, pero también acabamos algún tanto heridos e incapaces (metafóricamente) de levantarnos. La humildad requerida por la fuerza tiene un doble efecto: Por una parte, encontramos que doblamos la rodilla más naturalmente ante lo que es superior; pero, por otra parte, a causa del dolor de nuestra desigualdad, como es tan frecuentemente el caso con el dolor, nos fijamos más en nosotros mismos que en otros, y acabamos perjudicados. Golpeados y frágiles, somos incapaces de dar y recibir convenientemente, y estamos titubeantes y reticentes compartiendo la bondad y profundidad de nuestras propias personas.
La espiritualidad y la religión, por lo general, han sido demasiado unilaterales en esto. Han estado perennemente vigilantes sobre el orgullo y la arrogancia (y se reconoce que estos son verdaderos y eternos pecados mortales). Pero la espiritualidad y la religión han estado demasiado lentas para levantar a los caídos. Todos nosotros conocemos el dicho de que la tarea de la espiritualidad es afligir a los confortados y confortar a los afligidos. Históricamente, la religión y la espiritualidad, aun cuando no siempre han tenido mucho éxito con aquéllos, han sido demasiado negligentes con éstos.
Orgullo y arrogancia son los más mortales de todos los vicios. Sin embargo, el orgullo herido y un espíritu quebrantado pueden descarrilarnos igualmente.
Así, quizás, cuando la iglesia bendice a su asamblea al final una liturgia, en vez de decir Inclinad vuestras cabezas e implorad la bendición de Dios, podría decir: Aquéllos de vosotros que piensen que no necesitan esta bendición: Por favor, inclinad vuestras cabezas e implorad la bendición de Dios. Mientras aquellos de vosotros que se sientan derrotados, quebrantados e indignos de esta bendición: Levantad vuestras cabezas para recibir un amor y regalo cuyas esperanzas de volver a recibir alguna vez habéis perdido durante tanto tiempo.