El término designa una realidad que debe entenderse a la luz del misterio por el cual Dios, en su Encarnación, asume nuestra realidad humana. El Evangelio, aunque comunicado en el contexto de una determinada cultura, no se identifica con ella, sino que la trasciende, pudiendo y debiendo ser anunciado y vivido en toda cultura humana. Esto es posible gracias a un proceso de «inculturación» por el que vida y mensaje cristianos son asimilados por una cultura de modo que no sólo llega a expresarse en las formas de dicha cultura, sino que también constituye para ella una fuerza de transformación en la línea del Reino. La inculturación supone interacción entre una fe viva y una cultura viva. Esta, en efecto, integra tradición y cambio. El mensaje cristiano, por su parte, no puede entenderse como algo abstracto que pueda existir al margen de un sujeto vivo.
La evangelización inculturada, lejos de ser una mera traducción o adaptación extrínseca y unilateral por parte del evangelizador o simple recepción pasiva por parte del evangelizado, es siempre un diálogo fecundo entre la cultura de ambos. Teniendo en cuenta, además, que en general unas culturas se entienden como dominantes y otras como subordinadas, una inculturación auténticamente cristiana debe comportar un proceso de purificación de todo elemento de imposición, de poder o de violencia. En ese sentido la inculturación se convierte en liberación y transformación de la cultura.