En el verano de 1854, el presidente de Estados Unidos, Franklin Pierce, envió a Isaac Stevens para ser gobernador del territorio de Washington, una superficie de tierra controlada por el gobierno federal. El gobernador Stevens convocó a un encuentro de jefes nativos para tratar de la tensión entre el gobierno de Estados Unidos y los nativos. Una de las tribus, los Yakima, estaba rebelada obstinadamente, acaudillada por su jefe, Kamiakin. Los Misioneros de María Inmaculada (la congregación religiosa a la que yo pertenezco) estaban trabajando con los pueblos Yakima. Su jefe, Kamiakin, se dirigió a uno de nuestros sacerdotes oblatos, Charles Pandosy, en espera de consejo, y le preguntó cuántos europeos había y cuándo dejarían de venir. Tristemente, el consejo que le dio Pandosy no fue de ningún consuelo para el jefe. En una carta enviada a nuestro fundador en Francia, san Eugenio de Mazenod, Pandosy resumió su conversación con el jefe de los Yakima. Dijo a Kamiakin: “Es lo que me temía. Los blancos ocuparán tu país como han ocupado otros países de los indios. Vine de la tierra del hombre blanco muy al este, donde la gente es más basta que la hierba de las colinas. Ahora sólo hay unos pocos aquí, pero otros vendrán cada año hasta que vuestro país quedará invadido con ellos. Así ha sido con otras tribus; así será con vosotros. Puede ser que luchéis y pospongáis durante un tiempo esta invasión, pero no podéis impedirla. He vivido muchos veranos con vosotros y bautizado en la fe a un gran número de vuestra gente. He aprendido a amaros. No puedo aconsejaros ni ayudaros. Ojalá pudiera”. (Cita de Kay Cronin, Cruz en el desierto, Mission Press, Toronto, c1960, p. 35).
Ciento setenta años después, la situación es la misma, si bien los actores son diferentes. En 1854, los europeos venían a Estados Unidos por infinidad de razones. Algunos escapaban de la pobreza; otros, de la persecución; otros no veían ningún futuro para sí en su país; otros buscaban libertad religiosa; y otros emigraban porque veían enormes posibilidades aquí en referencia a carrera y fortuna. Pero este era el problema. Había ya gente que vivía aquí, y estos pueblos indígenas resistieron y se resintieron con los recién llegados, sintiendo su llegada como una amenaza, una injusticia y una ocupación de su país. Aun antes de que se dieran total cuenta de cuánta gente aterrizaba en sus costas, los pueblos indígenas ya habían intuido lo que esto supondría: la conclusión de su modo de vivir.
¿Algo de esto suena extrañamente familiar? Recuerdo un comentario que leí hace varios años en las páginas deportivas y que revelaba mucho. Un jugador de béisbol que estaba en la ciudad de New York para jugar contra los Yankees contó cómo, yendo al estadio en el metro, se quedó atónito por lo que vio y oyó: Había gente de diferentes colores, hablando diferentes lenguas, y me pregunté: ¿Quién permite a toda esta gente entrar en nuestro país? Ese pudo haber sido el jefe Kamaikin del pueblo Yakima, hace ciento setenta años. Hoy nuestras fronteras están en todas partes repletas de gente que trata de entrar en nuestros países occidentales y están huyendo de sus lugares de origen por las mismas razones por las que lo hicieron los primeros europeos que vinieron a América. La mayoría está huyendo de la persecución o de un desesperado futuro que amenaza a ellos en sus propios países, aunque otros están buscando una mejor carrera y fortuna. Y, como los pueblos indígenas, nosotros que ahora vivimos aquí tenemos los mismos asuntos que tenía el jefe Kamaikin hace ciento setenta años. ¿Cuándo acabará esto? ¿Cuánta de esa gente hay? ¿Qué significará esto para nuestro modo de vivir, para nuestra etnia, nuestra lengua, nuestra cultura, nuestra religión?
Cualesquiera que sean nuestros sentimientos personales sobre esto, la respuesta a esas preguntas no puede ser muy diferente de la respuesta que el P. Pandosy dio al jefe Kamaikin hace todos esos años. No va a cesar, porque no puede. ¿Por qué no?
La globalización es inevitable porque la tierra es redonda, no infinita. Antes o después, no tenemos otra opción que encontrarnos, aceptarnos y lograr la manera de compartir el espacio y la vida unos con otros. Porque la tierra es redonda, su espacio y recursos son limitados, no infinitos. Además, hay millones de personas que no pueden vivir donde están viviendo actualmente. Harán lo que deban por ellos mismos y sus familias. Lo que está ocurriendo no puede ser frenado. En palabras del P. Pandosy, puede que tratemos de luchar y demorar esta invasión durante un tiempo, pero no podemos impedirlo.
Hoy, nosotros, antiguos inmigrantes nosotros mismos, estamos empezando (al menos un poco) a entender lo que los pueblos indígenas debieron de haber sentido cuando nos presentamos, no invitados, en sus costas. Ahora nos toca a nosotros conocer lo que se siente cuando un país que consideramos nuestro está llenándose progresivamente con gente que es diferente de nosotros en etnia, lengua, cultura, religión y modo de vida.
Lo que se siembra se recoge.
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