Por las calles de nuestras ciudades se ven actualmente muchos inmigrantes. Si alguien sabe de sus problemas es José María Valero, abogado y cofundador de ASTI (Asociación de Solidaridad con los Trabajadores Inmigrantes). Desde su perspectiva, nos señala como «tendemos a otorgar, quizás por la fuerza de la costumbre, carta de normalidad a las desigualdades más sangrantes que nos rodean. Acaso llegamos a no percibirlas como tales. La situación de ios inmigrantes extranjeros en España y el trato que les dispensamos reflejan nítidamente una de esas carencias»
La presencia en España de extranjeros procedentes de países menos desarrollados es, desde hace ya tiempo, una de esas realidades cercanas, tangibles y desgarradoras que, ponen y pondrán más en entredicho el «Estado de Derecho» y nuestro complaciente discurso sobre el ser justo; que provoca y provocará conflicto entre las actitudes y las creencias que decimos profesar.
Los inmigrantes «económicos» no son ya, como fueron inicialmente considerados, simple fuerza de trabajo de carácter provisional o transitorio. Son hombres y mujeres, familias, con clara vocación de permanencia en nuestro país. Actualmente viven bajo un estricto control y hemos conseguido, tal vez sin comprender su verdadero alcance, que el reconocimiento a su dignidad dependa de «papelotes» que graciosamente concedemos o denegamos, en cualquier momento, con amplísimos criterios y facultades, eso sí, «siempre en el marco de la legalidad», y cuya importancia se revela significativamente mayor que la de la persona. En el entretanto, no hay lugar para ellos en nuestro sistema de educación, de promoción social o laboral, o de sanidad y hacemos imposible que puedan perfilar un proyecto de futuro personal ni familiar. Aun cuando lleven años contribuyendo de manera silenciosa y esforzada a nuestro desarrollo, no les hemos hecho partícipes del bienestar que disfrutamos ni hemos arbitrado medio alguno para reconocer y consolidar su estatuto de legalidad. En definitiva, cosechan los abundantes frutos de nuestra indiferencia.
Coexisten por tanto entre nosotros minorías étnicas y culturales específicas que se debaten en la frontera que separa la integración y la discriminación. Vivimos de una manera cada vez más notoria en una sociedad multírracial y pluricultural compuesta también por individuos y grupos que se han convertido en nuestros vecinos, para muchos de los cuales la oportunidad de abandonar su precariedad y acceder a la inserción y a la igualdad vendrá de aquello que les sepamos ofrecer.
En tal sentido, no cabe excluir la responsabilidad presente y futura de los poderes públicos al definir la política y las acciones sobre la inmigración, en cuanto las mismas puedan favorecer o dificultar el reconocimiento integral de la persona inmigrante y su inserción en el estilo y modo de vida de la sociedad española, a la vez que respetar su identidad.
Sin embargo, no hay precedentes de que los resortes que hacen posible iniciativas públicas encaminadas a un fin, salten por generación espontánea. Es cuestión previa una conciencia social colectiva determinada, que se forma desde la acumulación de las inquietudes individuales.
Tendemos a otorgar, quizás por la fuerza de la costumbre, carta de normalidad a las desigualdades más sangrantes que nos rodean. Aún más, su propia existencia no nos provoca siquiera una fugaz reflexión. Acaso llegamos a no percibirlas como tales. La situación de los inmigrantes extranjeros en España y el trato que les dispensamos reflejan nítidamente una de esas carencias.
Palabras aisladas o articuladas en frases, en las que se sortean términos como extrema pobreza, indignidad, condiciones infrahumanas, soledad, sufrimiento, miseria, explotación, penuria, desarraigo, racismo, etc., recalan en nuestros sentidos con propósito urgente de evasión. Se vacían de contenido y pierden la dimensión por no ser traslucidas a lo concreto. De ahí que la conformación de la justicia social haya de afrontarse, desde un claro y terminante compromiso individual en nuestro entorno más inmediato y frente a las situaciones más concretas.
En el ámbito específico de nuestra relación con los inmigrantes extranjeros, es necesaria una decisión en ese sentido; una apuesta para iniciar un proceso personal en el que tomen cuerpo cauces de apertura radical al otro, creando una historia común, para dar y recibir, crecer y hacer crecer en fraternidad.