Hace algunos años, oficié en una boda. Como sacerdote oficiante, fui invitado a la recepción y al baile que siguió al servicio de la iglesia. No conociendo bien a la familia y teniendo otros servicios de iglesia la siguiente mañana, me marché nada más acabar el banquete y los brindis, exactamente cuando el baile estaba para empezar. Cuando yo ya estaba aparentemente fuera de escucha, aún oí que el padre de la novia decía a alguien: “¡Me alegro de que el Padre se haya marchado; ahora podemos tener la celebración con música rock!”.
No tomé la advertencia personalmente, ya que el hombre lo dio a entender bien, pero esa advertencia me picó porque delataba una actitud que me retrataba a mí -y a otros como yo- como religioso aunque ingenuo, tan bueno para sentarme a la mesa principal y ser presentado especialmente, como mejor aún quedarme fuera de la vista cuando empezara la vida real; como si ser religioso supusiera que eres incapaz de tantear lo terreno y marcar el compás de la música rock, como si la iglesia y la celebración terrena estuvieran mutuamente en oposición, como si la santidad demandara una elemental inocencia que excluyera la complejidad humana y como si el vigor de la sangre y la religión debieran permanecer separados.
Pero esa es un actitud que se da en la mayoría de la gente, aunque no la expresen. La opinión es que Dios y la complejidad humana no van juntos. Irónicamente, esa actitud es particularmente prevalente entre los más piadosos y los más negativos para con la religión. Para ambos -los más piadosos y los impíos militantes- Dios y una vida vigorosa no pueden ir juntos. Y eso es también básicamente cierto para el resto de nosotros, como es evidente en nuestra incapacidad para atribuir complejidad, terrenalidad y tentación a Jesús, a la Virgen María, a los santos, y a otras figuras religiosas reconocidas públicamente, tales como Madre Teresa. Parece que sólo podemos pintar la santidad como ligada a cierta ingenuidad. Para nosotros, la santidad necesita ser amparada y protegida como un niño pequeño. Como resultado, entonces proyectamos tal sobre-idealización de inocencia y simplicidad en Jesús, María y otros ejemplares religiosos, que nos viene a ser imposible identificarnos de hecho con ellos para siempre. Podemos expresarles nuestra admiración, pero muy poco más.
Por ejemplo, la Virgen María de nuestra piedad no podía haber escrito el Magnificat. Carece de la complejidad para escribir esa oración porque hemos proyectado sobre ella tal inocencia, delicadeza e infantilidad como para dejarla medianamente adulta e inteligente. Después, esto tiene religiosamente un efecto negativo. El hecho de identificar una inocencia irrealista y simplicidad con santidad señala un ideal inaccesible que hace a demasiada gente creer que su propia sangre roja, con sus incesantes movimientos, la hace mala candidata para la iglesia y la santidad.
En el ritual católico romano del bautismo, en cierto momento, el sacerdote o diácono pronuncia estas palabras: Mira esta vestidura blanca, signo externo de tu dignidad de cristiano. Ayudado por la palabra y el ejemplo de tu familia y amigos, mantén esa dignidad incontaminada hasta la vida perdurable del cielo. Esa es una admirable declaración que celebra la belleza y virtud de la inocencia. Pero celebra una inocencia que todavía tiene que encontrarse con una vida adulta.
La inocencia de un niño es sorprendente en su belleza y nos coloca un espejo en el que ver nuestras cicatrices morales y psicológicas y los deslices que hemos tenido de adultos, como también el abatimiento que podemos sentir cuando envejecemos y miramos nuestros cuerpos en un espejo. La belleza de la juventud ha desaparecido. Pero el desasosiego y el juicio que sentimos en presencia de la inocencia de un niño es más una neurosis y equivocación que un genuino juicio sobre nuestra santidad y bondad moral. Los niños son inocentes porque aún no han tenido que enfrentarse con la vida, sus infinitas complejidades y sus inevitables heridas. Los niños pequeños son tan bellamente inocentes porque aún son ingenuos y pre-sofisticados. Para desplazarse a la adultez tendrán que pasar por las inevitables iniciaciones que dejarán no pocos tiznes en la pureza infantil de sus ropas bautismales.
A un amigo mío le gusta decir esto sobre la inocencia: Como adulto, no daría un penique por la ingenua pureza de un niño, pero daría todo por encontrar la verdadera inocencia infantil en la complejidad de mi vida adulta. Creo que lo que quiere decir es esto: Jesús se metió en todas las barreras de su tiempo, excepto en el pecado. La tarea en la espiritualidad no es tratar de emular la ingenua inocencia y no complejidad de nuestra infancia. Eso es un ejercicio de abnegación y una fórmula para la racionalización. La tarea es más bien desplazarnos hacia una segunda ingenuidad, a una post-sofisticación que ya ha tenido en cuenta la total complejidad de nuestras vidas. Sólo entonces tendremos de nuevo la inocente alegría de los niños, incluso mientras podemos mantenernos estables en la crudeza de la música rock, el poder y la complejidad de la sexualidad humana, las concupiscentes tendencias del corazón humano y las misteriosas y engañosas maniobras innatas que hay en el espíritu humano. Desde ahí podemos escribir el Magnificat.