Vino el agua crecida. Llovió de golpe todo lo que correspondería a muchos días. El río Huallaga se hizo poderoso. El espectáculo de su fuerza era provocativo, lujurioso, arrastrando en su cauce un bosque entero de troncos muertos, pero inmensos. Las escasas defensas de Juanjuí, recién acabadas con tanto esfuerzo y a un costo de plata tan elevado, se rompieron como un juguete infantil. En Bellavista fue más grave: hasta un metro subió el agua en la casa parroquial y en la iglesia, ambas a unos cien metros del río. Lo peor, contaba Fermín emocionado, era escuchar el lamento de las casas anunciando su derrumbe. Horas antes crujían; se abrían luego en vertical sus paredes; y después, un inmenso ruido de desplome acompañado de inmensa polvareda. Gritos de “¿Dónde ha sido esta vez?, ¿de quién se ha hundido su casa?”.
Sembríos, cosechas enteras, animales… todo se lo llevó el río en aguas turbulentas. Me fui enseguida a Bellavista para compartir con Fermín y con el pueblo esos momentos. El lodo reciente olía fuerte y mal. Se cocinaba en las calles, y había camas fuera con sus huéspedes a la luz del sol. Nuestra casa se mantenía en pie; las de muchos, de caña y barro, no habían resistido. Sin embargo –y esto es lo desconcertante de estas gentes-, bebían cerveza en la plaza. “Padrecito, beba con nosotros para consolar al pueblo”, me invitaban. Les robó el agua sus techos, pero les quedaba la cerveza. Perdieron una chacra y su comida, pero les quedaba todavía la cerveza. Y sus animales desaparecieron, pero nunca, nunca llegó a faltarles la cerveza. Como autómata, como extraño o extranjero, recorría en ese ámbito los destrozos de una inundación reciente, aquello que a ellos les empujaba a celebrar de ese modo la existencia, incluso en el dolor más inexpresable.
La espectacularidad de los helicópteros y de algún que otro avión sobrevolando la zona y trayendo alguna ayuda, fueron más propaganda que otra cosa, porque… un puñado de arroz no levanta casas ni devuelve las cosechas. Iniciamos ahora el peor momento de la catástrofe que ha pasado, cuando los medios informativos comienzan a callarse por haber perdido ya el acontecimiento su primera novedad. Y la hambruna se viene callandito hacia estos pueblos.
Estar, siempre y sólo estar: lo nuestro. Oidores de penas y lamentos, aunque también participantes en tantas pequeñas resurrecciones diarias de los pobres. Pero siempre y sólo eso: estar. A veces me da rabia que lo nuestro sea eso y solamente eso. Pero la experiencia de nuestra larga permanencia en estos pueblos, nos empuja no sólo a someternos al silencio de Dios, sino a acogerlo y aceptarlo, como la espera más eficaz de liberación. No necesita Él que nuestras manos se conviertan en escavadoras poderosas que allanen montañas y nuestros dedos en tractores que fertilicen la tierra de tantos campesinos. Su silencio –su estremecedor silencio- es más fuerte que todo eso; pero en ese silencio y mientras dura, nuestra debilidad se hace poderosa. Aunque cueste, quiero esperarle aquí, en este verde donde viven hijos suyos tan pequeños.