“Necesitaremos algunos buenos alfilerazos para
desinflar nuestra vanidad, nuestro ‘yo’, a fin de que,
haciéndonos pequeños, podamos descubrir a Dios”
Querido Jacques:
Qué interesante recorrer tu biografía y dejarse sorprender por las distintas experiencias de que está jalonada. Tú mismo quisiste revelarnos algunas de ellas por si podían servir de estímulo —o de escarmiento— a quienes pasan por situaciones semejantes. Mientras repaso tus escritos, casi percibo el timbre de tu voz.
Tus padres eran ricos, no hay duda. Vivían en Cannes y en Niza volcados en las fiestas y atrapados por la pasión del juego. A tus 13 años te proporcionan tu primer smoking, cuando ya habías comenzado a llevar una vida desordenada, esclava de los placeres y, en consecuencia, vacía. Sólo quien ha vivido esta especie de obsesión —confesarás después— puede captar lo que representa esa esclavitud de los sentidos que lleva a la incapacidad de amar a alguien porque impide hacer otra cosa que dar vueltas sobre sí mismo. Sientes tristeza y soledad y la experiencia te demuestra que por ese camino no existe salida posible. No hablemos de tu vivencia de fe. A Dios lo habías encerrado con siete llaves en el último rincón de tu conciencia. En realidad eras ateo. Suena fuerte, pero Dios no existía para ti.
De pronto, a tus 24 años, una tuberculosis te obliga a recluirte en un sanatorio de Suiza. “Estaba tan disgustado de mí mismo, de la vida y de los mismos placeres que aspiraba a este paréntesis…”. Allí, en el silencio de los Alpes, dedicas largos ratos a contemplar la nieve a través de la ventana. Qué espectáculo, ¡un copo de nieve! Tan bello, tan armónico, tan bien construido. No puede ser fruto del caos, es la obra de un artista prodigioso capaz de dejar la marca de su presencia en algo tan minúsculo y que apenas dura un instante. “Este fue mi primer contacto, mi primera intuición de la existencia de Dios”. Por fin se vislumbraba un sendero.
“No sin cansancios ni recaídas, tanto espirituales como carnales”, notas que esa ruta te va acercando a la luz. A veces sientes que un gozo indecible te invade por completo y te preguntas cómo es posible que el dinero y el sexo puedan satisfacer a una persona a lo largo de su vida. Es normal que te sientas identificado con la célebre frase de san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Se entiende que a tus 27 años, con tu título de abogado conseguido en la Facultad de derecho de París tomaras la determinación de hacerte dominico para adentrarte más en el misterio de Dios y para poder ayudar así a quienes pasen por una experiencia como la que tú habías vivido. De hecho, no buscas el camino fácil. Ya sacerdote, te pones como cura obrero al servicio de quienes se agotan cada día en el trabajo físico. Doce años cargador de muelle en el puerto de Marsella te permiten descubrir la cara y la cruz de ese ministerio. La cabeza se te llena de interrogantes: ¿En qué seminario se enseña la historia del movimiento obrero? ¿Y la economía política y humana? ¿Basta enseñar a los futuros sacerdotes la verdad si no se les enseña a enseñarla? ¿Cuál es la diferencia entre aprendizaje y conversión?
Al día siguiente de cesar en aquel trabajo por causas que analizas en “Diario de una misión obrera”, escribes al superior de la Orden: “La visión de los obreros, que siguen como ovejas sin pastor, me oprime. El Señor buscó la oveja perdida allí donde aquella fuera a parar”. Lo dices con dolor pero sin rebeldía, consciente de los peligros y errores que acechan al sacerdote consagrado a esta delicada misión y del modo como deberá enfocarse para llevar adelante la evangelización del mundo obrero. “Una vez más”, subrayas en la misma carta, “os repito mi felicidad de servir a la Iglesia en una obediencia que yo quisiera indefectible”.
A partir de aquí, tu creatividad apostólica te llevará a emprender una serie de iniciativas. Sé bien cómo sintonizabas con este texto de Isaías [54, 2]: “Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas, hinca bien tus estacas, porque te extenderás a derecha e izquierda.”
Y siempre con una actitud humilde, como decías para ti mismo y para tus posibles oyentes, en unas conferencias a través de la televisión francesa: “Quisiéramos que Dios se nos manifestase sin haber dejado antes nuestra vanidad y presunción. Pues bien (…), necesitaremos algunos buenos alfilerazos para desinflar nuestra vanidad, nuestro ‘yo’, a fin de que, haciéndonos pequeños, podamos descubrir a Dios”. Enseguida (1955), fundas la Misión Obrera de San Pedro y San Pablo, que diez años después será reconocida oficialmente como Instituto apostólico de derecho diocesano. Así, continúas de otro modo la tarea evangelizadora del mundo obrero. Cuánta vida dejas en la animación de estas pequeñas comunidades, sobre todo en Sao Paulo, donde permaneces cinco años y donde maduras el estupendo proyecto de “La Escuela de la Fe”, que en 1969 fundarás en Friburgo (Suiza). Te fascina la idea de formar cristianos capaces de testimoniar en la vida cotidiana el amor fraterno y anunciar con sencillez y competencia el misterio cristiano.
A principios de 1970 te vas a llevar la sorpresa de tu vida. Pablo VI quiere que dirijas en el Vaticano los Ejercicios espirituales en los que él mismo va a participar. Das tu sí confundido, agradecido, tembloroso, y comienzas al atardecer del 15 de febrero la serie de 22 instrucciones sobre el tema que el mismo pontífice te ha sugerido: “Habladnos de Cristo y de la Iglesia”. Seguro que te emocionaron las palabras con las que el mismo Papa cerró aquel sencillo y denso retiro, cuando entre otras cosas dijo: “Cuando escuchábamos las predicaciones de estos días pensaba en ese camino que, acaso en nuestra teología habitual de los estudios, jamás había percibido tan bien trazado: es decir, la venida de Cristo a través de la historia de la salvación”. O cuando insistía en que el recuerdo de estas jornadas “no debe apagarse ni dormir en nuestro espíritu, sino que debe ser como un manantial de nuevos pensamientos, de nuevos sentimientos, de resoluciones que tomemos una vez terminado el retiro”. Por entonces publicas libros ricos en experiencia de vida. Así, En la escuela de los grandes orantes, donde dices: “No soy un erudito, ni un exégeta, ni un teólogo, pero tengo el deseo de buscar a Dios”.
Intuyo, querido Jacques, que esta frase es la mejor definición de tu vida.
Cuando en 1981 dejas la dirección de la Escuela de la fe tratas de disponerte en el silencio para el encuentro definitivo con el Señor. Quieres alimentar la auténtica fe cristiana, que “no consiste en tener ideas sobre Jesús sino en dejarle entrar en tu vida”. Porque “al final de la vida —confiesas—, se busca lo esencial”.Y tú lo encuentras en la soledad monástica, dejándolo todo y dejándote del todo, confiadamente, en manos del único Señor de tu vida.